miércoles, 26 de noviembre de 2014

Esplendor en la hierba

"Nada nos devolverá los días del esplendor sobre la hierba, pero nos recordaremos y fortaleza hallaremos en lo que nos queda.". Estas líneas de William Wordsworth sirvieron de base a Elia Kazan para introducirnos en uno de sus más aclamados filmes. "Esplendor en la hierba" cuenta el auge y caída de una generación que se creía capaz de comerse el mundo y que terminó, en muchos casos, sumida en el anonimato o en la locura. Nada devolverá a los protagonistas aquellos días frenéticos de juventud, pero siempre permanecerá en el recuerdo aquello que lograron y les servirá para mirar al futuro con orgullo.

Desde la juventud, el Valencia montó la base del que probablemente fue el mejor equipo de su historia. A mediados de los noventa, un chico tímido de la cantera subió al primer equipo para ocupar el puesto de lateral derecho. Quique Flores se había marchado al Madrid y el Valencia, en pleno proceso de recomposición, hubo de buscar en Paterna las piezas que le faltaban a su engranaje. En principio, Mendieta no tenía apariencia más allá de un tipo cumplidor, que bregaba la banda y centraba al área aceptablemente.

Pero ocurrió que de la necesidad se hizo virtud. En muchas ocasiones, los tránsitos con zozobra suelen conducir a buen puerto siempre que la crisis se gestione con mano izquierda. El Valencia fichó mucho y el tiempo fue acomodando a cada jugador en su lugar. En el lateral derecho terminó por acomodarse el francés Angloma y el chico rubio de paterna, poco a poco, se fue acostumbrando a jugar en el centro del campo. Y cuanto más libre jugaba, más feliz era. Y cuanto más feliz era, más ganaba su equipo.

 En aquellos días de esplendor en la hierba, los más grandes, uno a uno, iban cayendo como víctimas mediáticas a las que apuntar como una muesca más en el revólver en que había convertido su magnífica pierna derecha. Un golazo al Barça de volea, un gol al Madrid de falta y un gol estratosférico en la final de copa frente al Atlético terminaron de encumbarlo. Una vez en la cumbre, el Valencia visitó San Mamés, y a Mendieta no le quedó otra opción que homenajear a sus orígenes con una obra maestra. Recibió el balón en tres cuartos, avanzó hacia el área y como si generar una obra de arte fuese lo más fácil del mundo, fabricó uno de los goles más bonitos de su carrera.


miércoles, 12 de noviembre de 2014

Mané



Patizambo, cojo, achepado y falto de luces. Podríamos estar hablando de cualquier desafortunado ciudadano golpeado por la vida y las enfermedades. Astillado por la poliomielitis y objeto de mofa entre los niños del descampado. Era tan feo que le apodaron Garrincha; el nombre por el que allí se conocía a uno de los muchos pájaros tropicales que, de vez en cuando, aparecían por las afueras de la ciudad.

Pero cuando un balón botaba por la tierra, era el primero en cazarlo y el último en soltarlo. Aprendió a sortear patadas y a acelerar ante quienes querían bloquearle, pero, sobre todo, aprendió a frenar. Y qué maravilla era verle frenar tras una arrancada. Le gustaba enseñar la pelota, la escondía tras el talón y aceleraba. Acto seguido frenaba. Y volvía a salir disparado. Y en el proceso, claro está, dejaba a un defensor cariacontecido y un espectador boquiabierto.

La fama del niño feo y malformado recorrió Río de Janeiro y el pequeño Mané terminó enrolado en las filas de Botafogo donde dio sus mejores tardes y donde sus jugadas terminaron convirtiéndole en mito. Aún se le recuerda fajando contra Nilton Santos en cada entrenamiento y como después, en los partidos, previa charla del capitán, salía a divertirse y dejaba defensas tumbados en cada uno de sus esláloms. No tardó en convertirse en el jugador más decisivo del equipo. Volaba, frenaba y arrancaba. Muchas veces asistía y otras tantas marcaba. Tres veces campeón carioca y el premio irrechazable de convertirse, por derecho propio, en el dueño de la banda derecha de la selección brasileña.

Los que recuerdan aquellos mundiales, los que evocan goles y momentos, suelen remitirse a Pelé como astro principal en el triunfo, pero lo cierto es que sin Garrincha no hubiese habido goles de Vavá en el cincuenta y ocho y sin Garrincha no hubiese habido paseo triunfal en Chile en el sesenta y dos. Los que creen que Maradona fue el único jugador capaz de ganar por sí solo un campeonato del mundo, olvidan que veinticuatro años antes, un genio de piernas torcidas acaparó el balón con tanta consistencia que no lo soltó hasta conseguir que su equipo repitise la gloria como campeón del mundo.

El resto es fábula triste con lágrima y moraleja. El tipo al que un día apodaron "la alegría del pueblo" fue cambiando las tardes de banda derecha por las noches de club. Se agarró a una botella de whisky y no la soltó hasta verse moribundo en la puerta de un comercio. Murio en silencio, ebrio, muerto de frío y de soledad. Quienes quisieron haberle olvidado se lanzaron a la calle y se hicieron oir cual plañidera resentida. Acompañaron su féretro por toda la ciudad y no hubo una calle donde no se llorase la muerte de Garrincha. Aún algunos le recuerdan. A esos nostálgicos de tardes de ensueño en el General Severiano les siguen diciendo que Pelé fue el mejor jugador de la historia. Ellos sonríen melancólicos y se preguntan que hubiese hecho Pelé para el fútbol de haber sido zambo y haber tenido la columna desviada. "Nada", susurran en voz baja. "Absolutamente nada".