miércoles, 25 de marzo de 2015

El Niño

El proceso vital obliga a dejar huella a todos aquellos a los que han señalado desde pequeños como elegidos para el éxito. A muchos, la responsabilidad les pesa tanto que no son capaces de soportar la losa y terminan derrotados en la cuneta del fracaso, relamiendo la oportunidad perdida y añorando los sueños perdidos. Otros, más voraces consigo mismo y más aptos para la ocasión estelar, conviven con el elogio hasta el día en el que la crítica hace su aparición para aplicar su zarpazo más dañino. Ese es el momento crítico de los que deciden dar el paso o quedarse en el camino de las promesas pendientes de cumplir.

Fernando Torres apareció por vez primera ante los ojos del mundo una mañana fría de diciembre mientras un grupo de alevines se disputaban la gloria en un torneo internacional. El niño pecoso con el número nueve evitaba rivales con el balón cosido al pie y anotaba goles desde cualquier ángulo. No fueron pocos los que se atrevieron a vaticinar el advenimiento de un nuevo Mesías. Era arriesgado. Estar en lo cierto pronosticando el éxito futuro de un niño de once años es tan complicado como jugar a ganador con un boleto cualquiera de lotería. Gustar en una primera impresión puede llegar a ser fácil; basta con ser uno mismo, enseñar las cualidades y contar con la suerte de que todo salga bien. Otra cosa es mantener el nivel y aumentar la exigencia para alcanzar las cotas que los aduladores llegaron a prometerte.

Desde su debut en la élite, Fernando Torres se ha tenido que enfrentar a los dos extremos de la crítica. El peaje que deben pagar los que no generan indiferencia es el de saber convertir en energía positiva el defecto y en tener mano izquierda para manejar los excesos. Las mareas generadas por tipos como Torres son capaces de llevarse por delante cualquier carrera. Los que le admiraron lo hicieron tan exageradamente que nos vendieron un buen Wolkswagen como un Ferrari. Los que le criticaron lo hicieron tan ferozmente, que vieron un seiscientos donde había mucha más carrocería y mucho más motor. Al término medio, ese que, en frío, termina poniendo cada capacidad en su lugar, no se acercó prácticamente nadie.

Torres ha regresado a casa en un punto de no retorno. Los que le afean el curriculum desconocen que sus números son tan buenos como los de cualquier gran delantero histórico. Los que engrosan sus logros desconocen que su humanidad se reduce a apariciones fulgurantes en momentos puntuales. Ni el paquete que nunca aperece, ni la estrella que lo devora todo. Torres sigue siendo el muchacho de ojos vivos que sueña con levantar un título con el club de sus amores. Sigue viviendo de sus virtudes y ahora, con la edad, se le notan aún más los defectos, pero en cada balón que persigue sigue vigente la feroz competitividad de quien sabe que en esta vida nadie le ha regalado nada y que todo lo que ha conseguido le ha costado el doble que a los demás porque sus méritos, a pesar de lo que muchos opinan, no se reducen a un gol en la final de una Eurocopa. El cariño, la fe y el trabajo mueven montañas y a Torres aún le queda un último gol que brindar a su gente.

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