martes, 23 de abril de 2024
La síntesis
martes, 16 de abril de 2024
A la gloria por el infierno
lunes, 8 de abril de 2024
Elogio del mérito
lunes, 11 de marzo de 2024
Lejos del ruido
martes, 27 de febrero de 2024
Sin personalidad
miércoles, 14 de febrero de 2024
Aventura
miércoles, 7 de febrero de 2024
La pulga
martes, 30 de enero de 2024
Viral
Por ello, cuando le vieron aparecer en aquel vídeo de Youtube que se había publicado por accidente y se había hecho viral por la lógica aplastante de la ley de morbosidad, fueron muchos los que dudaron de su veracidad y otros tantos quienes dudaron de la identificación del protagonista. No podía ser que el tipo amable y educado al que habían conocido en un despacho de la notaría fuese el mismo energúmeno que le gritaba a un televisor y daba patadas a una mesita auxiliar.
Y es que el día ya había comenzado torcido. Había nevado copiosamente y,
aun así, se había atrevido a madrugar para hacer sus cinco kilómetros diarios.
La rutina no le llevaba más de media hora y una ducha caliente para
reactivarse. Quizá es que se había metido demasiado en la canción que sonaba en
sus auriculares, quizá estaba ya pensando en la tostada con mermelada que se
iba a comer para desayunar, el caso es que se despistó más de lo que debía y no
fue consciente de que había empezado a correr sobre una placa de hielo.
Lo que ocurrió a continuación fue más propio de un gag de película de
risa, pero puñetera fue la gracia que le causó a él aquella caída hacia atrás y
aquel culetazo tan aparatoso. Permaneció en el suelo durante unos segundos, más
llevado por la vergüenza que por el dolor y, cuando consiguió levantarse, lo
primero que hizo fue mirar hacia todos los lados para comprobar si alguien le
había visto caer de aquella manera. Por la sonrisa que descubrió en el tipo que
se cruzó con él a toda velocidad, sospechó que aquel resbalón no había caído en
el olvido ni en el anonimato.
Se levantó dolorido y dañado en el orgullo interno. Intentó seguir
corriendo, pero la corcusilla, ese lugar donde termina la espalda y empieza el
culo, le dolía tanto que le resultaba imposible dar más de dos zancadas sin
sentir una terrible punzada que le cruzaba el cuerpo de arriba abajo. Caminó
despacio, tanto como le permitía el dolor, hasta llegar a casa y meterse debajo
del chorro de la ducha caliente. Sólo que no había agua caliente. En aquel
momento recordó el correo electrónico que había recibido durante el día
anterior en el que la comunidad de vecinos advertía que habría cortes en el
suministro para reparar una avería. Lo que no esperaba es que los trabajos
empezaran a una hora tan temprana.
Se duchó como pudo, con agua gélida y dolores punzantes y, mientras
dejaba que su cuerpo se secase tras un albornoz estropajoso, se acercó al cajón
de la medicina para buscar un calmante y poner fin a ese dolor tan agudo. Pero
al no encontrar ninguno cayó en la cuenta de que los había agotado hacía tiempo
y no se había acercado a la farmacia a reponer las existencias. Así que se
vistió como pudo, se montó en el coche sin probar bocado y se puso a buscar una
farmacia de guardia ya que la que había cerca de su casa no abría hasta las
nueve de la mañana.
La única farmacia abierta estaba al otro lado del municipio y, para
llegar, tuvo que esperar siete semáforos en rojo y pasar por dos avenidas
llenas de colegios con las paradas en pasos de cebra que eso le supuso. Cuando
llegó a la puerta de la farmacia eran las nueve menos cinco por lo que le
hubiese dado igual haber esperado a que abriese la de su barrio a haber llegado
hasta allí. La mujer que atendía por la ventanilla le dijo que esperase un par
de minutos a que abriese el establecimiento y así podía atenderle detrás del
mostrador. No le pudo dar las pastillas que él quería porque precisaba receta
así que le dio un antiinflamatorio menos efectivo que no le iba a quitar el
dolor pero al menos le iba a permitir descansar en cierta medida. Salió cojeando
de la farmacia y, al llegar hasta el coche, se encontró con un guardia poniendo
una multa sobre su parabrisas. Por más que le suplicó, no se apiadó de él y le
aconsejó no volver a dejar el coche en doble fila en un lugar de tránsito
continuo, algo que refrendó, a gritos y bocinazos, el dueño del coche al que
había obstaculizado y que no podía sacar el vehículo de su plaza de
aparcamiento.
Se insultaron mutuamente y, cuando vio como el guardia se marchaba con su
moto él creía haber zanjado aquella disputa con un último reproche que había
saciado más su orgullo que su conciencia, vio como el tipo se acercaba a él y
le propinaba un puñetazo en la mandíbula que le mandó directamente al suelo con
el extra de dolor en la curcusilla que eso le producía. Quiso levantarse y no
puedo. Le dolía la espalda, el trasero, la cara y el orgullo. Por doler, le
dolía hasta el alma. Con el traje completamente mojado por el charco que había
situado en el lugar exacto en el que había caído, se levantó a duras penas
mientras miraba al tipo montarse en el coche y decirle con la mirada que se
largase de una vez si no quería volver a recibir una buena ración de jarabe de
palo.
Se marchó con viento fresco no sin antes comprobar como sus nervios le
jugaban una mala pasada y el coche se le calaba hasta en cuatro ocasiones antes
de llegar al trabajo. Una de ellas en la entrada de una de las rotondas más
concurridas de la ciudad, lo que provocó un concierto de claxon en do mayor que
ya quisiera para sí la sinfónica de Viena.
Llegó tarde a la Notaría, como era de esperar, y tuvo que aguantar como
su jefe le echaba la bronca del siglo al haber tenido que dejar que se
marchasen los clientes que tenía a primera hora porque él no había llegado a
tiempo con los legajos que se había llevado a casa la tarde anterior para su
visado. A pesar de que era su primera falta grave en ocho años de expediente
impecable, no se libró de una ración de gritos y otra de aspavientos. Lo peor
fueron las amenazas y las heridas en el orgullo, porque cuando se quiso
explicar le dijo que los cuentos eran para Calleja.
Le dolían la espalda, la cara y el orgullo. Estaba hecho un trapo y aún
tenía que sentirse culpable por haberse levantado a las seis de la mañana a
hacer deporte. Sacó un café de la máquina y lo bebió apresuradamente,
consiguiendo, con ello, quemarse la garganta. Lanzó un improperio en voz más
alta de lo que hubiese querido lo que le valió la reprobación de una de sus
compañeras que venía acompañada de unos clientes. Se sentó a trabajar al fin,
esperando que el calmante hiciese efecto cuando antes y lo que terminó haciendo
efecto fue el café cargado de la máquina.
Empezó con un leve gorgoteo en el estómago, continuó con un dolor agudo y
terminó con sus posaderas sobre la taza del váter expulsando lo que tenía y lo
que no tenía. Debió haber dado un concierto en sí bemol porque cuando salió del
baño, los compañeros de la notaría le miraban con discreción e intentaban
disimular sus risas. Pero fue saber que el jefe estaba esperando a que
terminase para pasar al baño cuando se puso más colorado que en ningún momento
del día ya que el aroma que había dejado en el habitáculo era poco menos que
insoportable.
-
¿¡Pero qué ha comido usted!?
Se sintió tentado de decir que había sido el café y utilizar el brebaje
barato y malo de la máquina como motivo y excusa, pero sabía que aquello no iba
más que a seguir echando leña sobre una hoguera que él mismo había encendido de
manera inconsciente con una simple carrera de madrugada.
A lo largo de la mañana se le destintó un bolígrafo, otro dejó de
escribir mientras estaba firmando cartas y la sombra de un pájaro por la
ventana le provocó un susto tan grande que se levantó de un impulso derramando
el vaso de agua sobre un informe oficial que tenía que visar con el sello de la
notaría. Puso el informe a secar extendiéndolo en el suelo con la mala suerte
de que una compañera abrió la puerta y, sin mirar abajo, pisoteó dos de las
hojas dejando una huella negra y grande sobre el blanco del papel.
Cuando fue a levantarse, desolado por la situación, su espalda dijo basta
y se quedó clavado en el sitio. Hubo de pedir ayuda y hasta una ambulancia tuvo
que venir a por él para ayudarle a incorporarse en el hospital con una
inyección y mucha paciencia. Se llevó, de paso, la mirada severa de su jefe
quien, al ver el galimatías que había en su despacho, le miró con cara de estás
despedido y la próxima vez que vengas te llevarás de paso el finiquito.
Aunque todo eso, en aquel momento, le daba igual. Lo único que quería era
llegar cuanto antes al hospital, recibir un pinchazo en la espalda y sentir
como el dolor agudo desaparecía sin más para convertirle, de nuevo, en una
persona normal. El trayecto fue largo y abrupto. Hubo dos frenazos que le
hicieron golpearse la cabeza contra una bombona de oxígeno que había en el
suelo y que asomaba por encima de la camilla, el enfermero que le acompañaba
sufría de una difícil digestión y, en silencio, fue soltando sus gases dejando
un peculiar aroma dentro del habitáculo y, cuando por fin llegaron a su destino,
le dijeron que debía esperar en una sala porque su caso no requería de tanta
urgencia y tenían muchos pacientes esperando a ser atendidos.
La espera fue larga e incómoda. Debido a la ansiedad, le entró una
tremenda sed y pidió, por favor, que le diesen un poco de agua. A
regañadientes, una sanitaria de colmillo retorcido y mal encare le dio una
botella de agua caliente que bebió casi en dos tragos medio incorporado en la
camilla sintiendo como parte del líquido resbalaba por su barbilla y se perdía
entre su pecho y su estómago. Cuando creía haber calmado sus instintos y la sed
había desaparecido, llegaron unas terribles ganas de orinar. Aguantó lo que
pudo, más no podía levantarse para ir al baño, preso del dolor y de la
desesperación, apretó los dientes y forzó su próstata constriñéndola hasta la
extenuación. Creía tener controlada la situación hasta que un camillero entró
por error en la sala, golpeó su camilla sin mirar y, azotado por el movimiento,
el dolor le hizo soltar un quejido y un cuarto de litro de orina que tenía
acumulada dentro de su vejiga. Con el pantalón mojado y la cara colorada le
encontró el médico antes de hacerle una severa inspección.
Forzando los pantalones para bajárselo hasta el tobillo y notando, muerto
de vergüenza, como una toalla manejada por la enfermera le secaba parte de su
espalda, se acomodó como pudo en la camilla y sintió el pinchazo entrar por su
rabadilla de manera tan repentina que soltó una coz por instinto golpeando al
doctor en la zona inguinal y consiguiendo, de paso, que éste, llevado por el
impulso del dolor, clavase toda la aguja de golpe con todo el dolor que aquello
le produjo. Ambos gritaron a la vez, ambos se retorcieron a la vez y ambos
fueron sujetados por los hombros a la vez para que la escena no fuese a
mayores. El doctor con la mano en la entrepierna y un dolor agudo que le
llegaba hasta la cabeza y él con una jeringuilla clavada en la zona fronteriza
entre la espalda y el culo y bailando por instinto una especie de antigua danza
ancestral.
-
Duele, duele, duele. – Repetía.
-
Mucho, mucho, mucho. – Replicaba el doctor.
Le sacaron la jeringuilla como bien pudieron y volvió a quedarse tieso en
la camilla hasta que sintió, poco a poco, como el dolor desaparecía y al fin
podía incorporarse no sin dificultad. Arrastrando los pies se marchó del
hospital, con los pantalones bajados y la espalda dolorida. Fue a pedir un taxi
pero se le acabó la batería y no tenía dinero suelto para llamar por un
teléfono público. Suplicó a media docena de pacientes que hiciesen el favor de
pedirle un taxi, pero le miraban de arriba abajo y terminaban despreciándole.
Solo, abandonado, empapado y dolorido en la puerta de un hospital, no le
quedaba más remedio que vencer al frío y buscar un taxi mientras arrastraba las
piernas y la dignidad.
Con los pies helados y la entrepierna acartonada, recorrió los
alrededores del hospital con el brazo en alto y la desesperación en la
garganta. Se le hizo de noche y el frío comenzó a congelar su nariz y su
garganta. Aquel primer estornudo tan sólo fue un aviso de lo que estaba por
venir. Cuando había perdido la esperanza, al fin divisó una luz verde y se
acercó como pudo hasta el borde de la calzada sin calcular la altura del
bordillo lo que produjo que pisara mal y cayese de forma ridícula, y de rodillas,
delante del taxi que llegaba hacia él. Para intentar hacerlo frenar, puso los
brazos en cruz lo que hizo parecer una súplica en toda regla que el taxista
entendió como un gesto de desesperación y, aunque tenía un aviso pendiente que
atender, frenó en seco y le esperó con la puerta abierta y su mejor sonrisa.
Le agradeció en el alma su compasión y, cuando le contó a grandes rasgos
lo que le había pasado encontró, por vez primera en lo que llevaba de día, unas
palabras agradecidas y un gesto amable.
-
Al menos llegaré a casa para ver el partido.
El taxista giró su cabeza de manera brusca y dio un volantazo
involuntario mientras le puso su peor mirada de desconfianza.
-
¿Es usted de los rojos?
Se quedó mirándolo a medio camino entre el temor y la desesperanza.
-
Sí. – Balbuceó.
-
¡Fuera! – Dijo de manera inmediata antes de bajarse del
coche y abrirle la puerta con cara de disgusto.
-
Pero…
-
¡Fuera!
-
No tengo dinero para pagarle.
-
No quiero su dinero.
Y le dejó allí, muerto de frío y solo ante la noche cerrada y la necesidad
de llegar a casa, darse una ducha y ponerse la manta térmica para ver el
partido sentado en el sofá.
Al menos el calmante había hecho efecto y podría llegar a casa caminando.
Le quedaban dos kilómetros que anduvo lo más rápidamente que le dejó el frío y
el dolor y, cuando al fin abrió la puerta, su mujer le recibió con una regañina
y una cara de vinagre.
-
¡Se puede saber dónde te has metido!
Resopló de manera paciente, cerró los ojos y empezó a contárselo todo. No
tenía móvil, ni dinero, ni ganas. Su día había sido una puñetera mierda. Sólo
quería sentarse, comer algo y ver el partido tranquilamente.
-
¡Si perdéis no me la líes!
La observó con displicencia y contestó con soberbia.
-
Tranquila, no vamos a perder.
La caldera se había vuelto a romper y el agua de la ducha estaba fría y
la cena demasiado caliente. El frío terrorífico que le había provocado el
chorro gélido en la espalda se había compensado con el abrasador sentimiento
que había sufrido entre la lengua y el paladar por la cucharada de sopa que se
había metido en la boca ávido de echarse un poco de alimento en el estómago.
Aguantó un aullido y se mordió la lengua intentando no gritar. Entonces
gritó y se quedó sin voz.
-
¡Dios!
Pero Dios no le había acompañado en todo el día.
Hizo pis y salpicó la taza, se subió la bragueta y se pilló un testículo,
se lavó las manos y se le escurrió el jabón, fue a cogerlo y se dio con la
cabeza en el lavabo.
Con el cuerpo dolorido y las manos frías se sentó a ver el partido por la
final de la Copa del Mundo de equipos de fútbol. Su equipo, los Rojos de la
Ciudad, se enfrentaban a los Reyes del Continente en un partido a cara de
perro. Daba la casualidad de que no era un enfrentamiento entre campeones, ya
que su equipo había perdido la gran final continental unos meses antes, pero
como el campeón, el Copas de Oro, había renunciado a viajar hasta América para
ser apaleado hasta en el carnet de identidad, había dejado la plaza libre para
que los Rojos pudiesen desquitarse y llevarse una copa que, de alguna manera, merecían
por derecho propio.
En el partido de ida habían perdido por dos goles a uno, por lo que les
bastaba un simple uno a cero para levantar la copa de campeones del mundo y
poder sacar pecho ante la humanidad con un título ganado a base de fútbol y coraje.
Porque su equipo podía tener mejor o peor suerte, pero nunca se amilanaba.
Abrió una cerveza, sin alcohol para no desafiar a los calmantes, y la
espuma se derramó por toda la mesa. Se metió una corteza de cerdo en la boca y
una miga suelta le provocó un ataque de tos que casi le ahoga. Los golpes de su
mujer en la espalda, con tiento y sin tacto, le dolieron más que la tos y las
lágrimas que derramó tras verse a salvo se convirtieron a su pasaporte hacia el
alivio y la salvación. Decidió no beber nada, no comer nada y sentarse
tranquilamente, con la espalda apoyada en el respaldo del sillón, a ver el
partido de su equipo y esperar a celebrar el mayor título de su historia.
No necesitaba otra cosa que no fuese tranquilidad y un gol. La
tranquilidad llegó cuando su espalda encontró acomodo y su cuerpo comenzó a
relajarse. Y gol llegó más tarde, justo cuando le entraron unas inaguantables
ganas de ir al baño y miccionar. Trató de aguantar, porque su equipo estaba
jugando bien, plantando cara y mostrando el ímpetu que se le presuponía. Pero
no podía más, se levantó, subió el volumen del televisor para poder escuchar la
narración del partido desde el baño y cuando el chorro de la orina estaba en su
momento de esplendor escuchó la palabra.
-
Gol.
-
¡Gol! – Repitió él de manera automática.
Y, conducido por la emoción, se giró de manera impulsiva, paseando el
chorro por el sanitario, el suelo y los azulejos. Cuando quiso ser consciente,
ya estaba en mitad del pasillo con los pantalones mojados y la garganta rota.
Cuando se disponía a ver la repetición, después de deleitarse con el
abrazo en grupo de los jugadores, el televisor refulgió en negro y todas las
luces de la casa se apagaron dotando a la estancia de una oscuridad total.
Confuso, se asomó al ventana intentando, por intuición, sortear los muebles del
salón y comprobó que toda la calle se había sumido en la noche más profunda.
No había luz, ni wifi, ni datos, ni siquiera un mínimo conato de protesta
que acabase con aquel silencio tan desesperante. Abrió la ventana y gritó,
frustrado por la situación, mientras preguntaba qué narices estaba ocurriendo.
Un vecino le insultó, otro le mandó callar y otros dos, que ya conocían
su afición por el equipo rojo, le llamaron perdedor y le obligaron a meterse de
nuevo en su casa. Cuando lo hizo, se dio cuenta de que estaba muerto de frío y
buscó una manta con la que arroparse al tiempo que maldecía el día en que tiró
su viejo transistor de pilas pensando que ya jamás le iba a hacer falta
utilizarlo.
Se comió las uñas, se tiró de los pelos, se aguantó las ganas de gritar y
decidió guardar silencio para que su mujer no pagase por unos platos que ella
no había roto. Pasaron más de cincuenta minutos de inquietud, nerviosismo y
mucha sed hasta que las bombillas volvieron a refulgir y el televisor parpadeó
para volver a encenderse y pintarse en el color verde del terreno de juego.
Apretó los dientes, cerró los puños y dejó escapar un escueto “bien”
impregnado de rabia y satisfacción. Seguían ganando por uno gol a cero y
quedaban apenas diez minutos para el final del partido. Por un momento,
aparecieron las estadísticas del partido y pudo comprobar que su equipo había
disparados veintiocho veces a la portería rival por tan sólo una del equipo
contrario. El narrador decía que los rojos no habían sufrido en todo el partido
y que, seguramente, terminarían llevándose la copa sin ningún tipo de problema.
Así que, después de tanto sofoco, sintió un momento de tranquilidad. Dejó
de sentir frío, la cara dejó de palpitarle, la vejiga se relajó y la espalda
dejó de dolerle. Cogió el móvil y entró en Twitter. Los aficionados de su
equipo se regocijaban y los aficionados al fútbol en general se mostraban
admirados. Quedaba los minutos del descuento, la copa era suya, el partido
estaba finiquitado, su equipo controlaba el partido y el equipo rival no daba
dos pases consecutivos más allá del centro del campo.
Así que abrió la aplicación de la cámara, buscó la opción vídeo y le dio
el móvil a su mujer.
-
Grábame justo en el final del partido que quiero tener
este recuerdo celebrando un título histórico.
Y de esa manera, su mujer comenzó a grabar cuando apenas quedaban treinta
segundos para completar el tiempo de descuento. Él se mostraba risueño,
confiado, casi eufórico pero contenido. Lo que no grabó su mujer fue el último
ataque del equipo rival que terminó con un balón colgado al área, un rechace y
un disparo forzado, casi imposible, que terminó en la escuadra de la portería
del equipo rojo.
Y entonces se desató la tormenta.
-
¡Nooooooooooooooooo! ¡Nooooooooooooooooooo! ¡Hijos de
putaaaaaaaaaa! ¡No puede ser! ¡Noooooooooooooooo! ¡No me lo puedo creer!
¡Noooooooooo! ¡Me cago en mi puta vida! ¡Desgraciados! ¡Una jugada, sólo
teníais que defender una puta jugada! ¡Diooooooooooooos! ¡Nooooooooooooooo! ¡Me
muero, hijos de puta! ¡Me muero por vuestra culpa! ¡Me voy a morir!
¡Nooooooooooo! ¡Éramos campeones, joder! ¡Éramos campeones!
Dio una patada a la mesa, lanzó al suelo el mando del televisor y, contra
la pantalla aún refulgente en verde con los jugadores del equipo rival
celebrando su conquista, lanzó el vaso aún lleno de agua que quedaba de pie en
una esquina de la mesa. En un momento se había quedado sin título, sin
televisor y sin dignidad, y su mujer que, obediente ante su mandato continuaba
grabando toda la reacción, permanecía indeleble, con la boca abierta y
paralizada por el miedo al no reconocer en el hombre que tenía frente a sí a la
persona con la que se había casado.
Cortó la grabación justo cuando le vio empezar a llorar y, mientras
esperaba a que su marido terminase de calmarse y fuese capaz de combatir la
ansiedad, cometió el gran error. A modo de inocente información, envió el vídeo
a su hermano para decirle “Mira como está tu cuñado, no le reconozco”. Lo que
ella esperaba era compresión y unas palabras tranquilizadoras, pero lo único
que vino fue el silencio y una noche larga en la que no pegó ni ojo escuchando
a su marido moverse sobre el colchón una y otra vez.
Fue el teléfono quien les sacó de la cama. Era temprano aún, apenas las
siete de la mañana y ambos permanecían en el catre esperando que el despertador
les pusiese de cara a la realidad y les obligase a luchar contra el día a día.
Si los dolores se lo permitiesen, debería estar en la notaría a las nueve, y
allí debería lidiar con las miradas y comentarios socarrones de sus compañeros
de trabajo. Qué le iba a hacer, estaba acostumbrado.
-
Dígame. – Contestó con la voz cargada de sueño y el
ánimo descargado de cualquier emoción.
-
No hace falta que venga hoy a trabajar, está despedido.
Cuando quiera, puede pasarse a por sus cosas y a firmar el finiquito.
-
¿Cómo?
-
¿Y aún se atreve a preguntarlo?
Le colgaron el teléfono y él quedó completamente descolgado. Cuando sacó
el cable del cargador del teléfono móvil y activó los datos, recibió un aluvión
de mensajes. Durante toda la noche, su gente había estado en pie y había una
palabra que lo monopolizaba todo. “Viral”.
Pinchó uno de los enlaces que le adjuntaban en los mensajes y, durante
unos segundos, se le vino la sangre arriba y el mundo se le vino abajo. Ahí
estaba él, totalmente alterado, después de haber estado esperando para celebrar
un gol y terminando rompiendo todo lo que pillaba por su camino, gritando como
un energúmeno, entregado a la derrota con la mayor desesperación posible.
-
¿Qué has hecho? – Preguntó a su mujer.
-
¿Qué?
-
¿¿Que qué has hecho?? – Repitió de manera airada y a
punto de perder la calma.
-
Nada… - Dijo ella en voz baja y con la voz quebrada por
la duda.
Entonces le mostró el móvil y le enseñó el vídeo. Comprobó cómo, poco a
poco, ella se iba poniendo pálida y como tuvo que levantarse de la cama para
acudir al baño y desahogar una arcada dentro del inodoro. Cuando regresó tenía
los ojos caídos y la boca torcida. Buscó su teléfono y marcó un número de
memoria. Dos tonos, tres. Descolgaron.
-
¿Pero qué has hecho, joder? – Preguntó desesperada.
Hubo un intercambio de palabras, airado al principio, más calmado
después, un silencio, más voces, otro silencio y un insulto. Ella tiro el
teléfono sobre la cama y comenzó a llorar. Balbuceó unas palabras y le pidió
perdón mientras se abrazaba a él.
Se convirtió en viral. En el nuevo icono de la postmodernidad. Su celebración corrió de mano en mano, de boca en boca, de ojo en ojo. Se hizo tan célebre que incluso los hinchas de su equipo le acogieron como suyo, tanto que el club le pagó un abono y le buscó un trabajo, tan popular que vio su imagen en cientos de entradas en la red y tan frágil que se vio abocado a la medicación cada vez que su equipo caía en la derrota y las mofas llamaban a su puerta. Su equipo ganó algún título, notoriedad e incluso volvió a verse en la misma situación años más tarde. Campeón de Europa y con aspiraciones a conquistar la Copa del Mundo, pero aquel día él ya no estaba para celebraciones y, mucho menos, para romper televisores a patadas. Aquel día permanecía acostado, enganchado a los somníferos y con una bata blanca tras la puerta de una habitación donde ponía "Cuidado, no pasar".
miércoles, 24 de enero de 2024
Gol de Señor
En una época en la que nos hemos acostumbrado al caviar, cabe recordar que,
durante muchísimos años nos estuvimos alimentando de patatas cocidas. De vez en
cuando, para acompañar, nos encontrábamos con un filete bien apañado y nos
creíamos estar nadando en la opulencia. En el fútbol de hoy, la selección
española es una referencia a nivel mundial. Las dos Eurocopas y el Mundial
ganados durante la última década nos acreditan. Y, sobre todo, nos acredita en un
estilo que nos han convertido en únicos.
Pero hubo un tiempo en el que nos aferrábamos equivocadamente a una furia que jamás daba resultado. Viajábamos a los campeonatos pronosticando el día que regresaríamos a casa y, más temprano que tarde, terminábamos acertando en nuestros pronósticos. En ese oasis de logros importantes, nos conformábamos con cualquier victoria épica. Y para nuestra generación no hubo victoria más celebrada que aquella ante Malta el día veintiuno de diciembre de 1983.
Para ponernos en situación digamos que España necesitaba ganar a Malta por once goles de diferencia si quería clasificarse para la Eurocopa a celebrar en Francia durante el verano siguiente. Aquel era el último partido del grupo y, a diferencia de ahora, estos partidos no se jugaban en simultáneo con los de los rivales del mismo. El principal rival en la clasificación era Holanda, quien se había repartido similares triunfos con España con la diferencia de que ellos habían hecho diez goles más. Para empatarles a puntos había que ganar. Para sobrepasarles en el goal average, había que ganar por once goles. Nadie confiaba en ello.
Y menos se confiaba aún cuando el final de la primera parte reflejaba un
exiguo tres a uno a favor. El pesimismo se acrecentaba cuando nos acordábamos
de que incluso habíamos errado un penalti. No estábamos para concesiones, pero
las estábamos cediendo. Sin embargo, como una brújula manipulada con un imán,
la aguja viró de golpe y apuntó al norte. Fueron entrando los goles. A los tres
que había anotado Santillana en el primer tiempo se sumaron otro más del
cántabro, cuatro del Poli Rincón, dos de Maceda y uno de Sarabia. Quedaban
cinco minutos para el final y solamente faltaba un gol para completar la gesta.
Hubiese sido demasiado cruel terminar así.
Entonces ocurrió lo que ya todos estábamos esperando. Un balón suelto le llegó a Juan Señor, centrocampista del Real Zaragoza, en el bore del área y Juan Señor la pegó en el alma. La pelota entró mordida, junto al palo y todos nos abrazamos en los salones de nuestras casa. Aquel gol y aquel gallo mítico del locutor José Ángel De la Casa mientras perdía la voz relatando el momento, se grabaron para siempre en la memoria colectiva de un país que tuvo que esperar casi tres décadas para comenzar a celebrar títulos de verdad.