miércoles, 14 de diciembre de 2011

Cuando la Fórmula perdió el 1

Hay acontecimientos que marcan a fuego la historia del deporte, algunos, como la aparición de un genio, significan una revolución que provocará un cambio de estilo en las generaciones posteriores, y otros, como la desaparición de un genio, significan un punto de inflexión en el camino hacia unas nuevas expectativas. Por ello, cuando Ayrton Senna se dejó la vida en el muro de contención del circuito de Imola el uno de mayo de 1994, los que le habían admirado lloraron primero y pidieron justicia después. La seguridad se conviritió en un tema tan preponderante en las pistas que, desde entonces, ningún otro piloto se ha vuelto a dejar la vida en un circuito.

Con el mal sabor en la memoria y la resignación en la conciencia, viajó la selección brasileña a Estados Unidos para disputar el que sería el decimoquinto campeonato mundial de fútbol, un campeonato que, como en las tres ediciones anteriores, contaría con veinticuatro participantes con la novedad de que, cada uno de los jugadores integrantes en cada uno de ellos, llevaría, por vez primera, su nombre de guerra grabado en la camiseta en lo más alto de la espalda. No fue la única novedad puesto que, hartos de bromas y chanzas sobre el luto con el que se habían visto representados gracias a su color clásico, los árbitros aceptaron nuevas equipaciones de varios colores, no muy bonitas pero sí demasiado vistosas como para dejar de ser referencia dentro del terreno de juego. Además, como última novedad, se introdujo por vez primera el tercer cambio de jugador siempre que este fuese el portero debido a alguna incidencia o lesión del mismo, siendo Marruecos el primer equipo en hacer uso del mismo cuando Azmi tuvo que sustituir al dañado y titular Alaoui en el partido de la primera fase que les enfrentaba a Bélgica.

En un mundo cada vez más mediatizado, el mundial de fútbol celebrado en la primera potencia mundial se convirtió en una explosión de color en las televisiones de todo el mundo. Así, en países en los que el fútbol aún no había conseguido obtener un arraigo emocional suficiente, el mundial fue utilizado por dirigentes y ciudadanos como una vía de escape a los problemas cotidianos. Los casos más relevantes se dieron en Haití y en Macao. En el país caribeño, el dictador Raoul Cendrás compró los derechos televisivos del mundial para emitirlos en la televisión pública y aprovechó el descanso de cada partido para emitir propaganda favorable al régimen. Pero mucho más trágico fue el caso acontecido en Macao. Allí, como los todos los partidos se emitían en directo en horario de madrugada, el ciudadano Law Chon-yin se propuso seguir todos y cada uno de los partidos del campeonato. No tardó en pagar su osadía. Obligado a trabajar durante todo el día y a condicionado trasnochar durante toda la noche, Chon-yin fue encontrado muerto en su propio negocio debido a un colapso. En el hospital, donde ingresó cadáver, informaron que la muerte se había debido por alta presión arterial y problemas cardíacos. El fútbol y la televisión también matan.

Si para algún pais el mundial resultó un drama deportivo, este fue Grecia. Encajó diez goles y no anotó ninguno en los tres partidos disputados. La tragedia clásica se representó en los diarios nacionales al día siguiente del último partido: "Terminó la pesadilla", publicaron. Y es que, de todas las derrotas, escoció especialmente la sufrida ante Bulgaria por cuatro goles a cero, puesto que los helenos habían puesto todas sus esperanzas en batir a la pobre y desconocida selección búlgara. Craso error de planificación, nadie esperaba que aquel anárquico e imprevisible equipo liderado por Stoichkov, terminaría alcanzando las semifinales dejando en la cuneta, entre otros, a Alemania, entonces defensora del título.

Otras selecciones que no cumplieron con las expectativas generadas fueron Rusia y Camerún. La primera vivía por vez primera un mundial después de la excisión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas, una potencia que había sido temida y que, convertida en conglomeración de estados, perdió identidad y pegada. La segunda, representante principal del África negra, no fue capaz de repetir los papeles ofrecidos en los mundiales europeos de España e Italia. Pero ambos, en su enfrentamiento mútuo, dejaron para la historia dos records grabados en el libro de la historia de los mundiales. Por el lado ruso, el delantero Oleg Salenko, consiguió anotar cinco goles, por el lado camerunés, el delantero Roger Milla disputó el encuentro con cuarenta y dos años de edad. Nunca antes y nunca después, ningún jugador anotó tantos goles en un mismo partido y ningún jugador disputó un encuentro con tanta edad.

Si hubo algunos jugadores que, materialmente, salieron ganando con el mundial, estos fueron los seleccionados por parte de Arabia Saudita. Resulta que la Federación de Fútbol del país había prometido un Mercedes nuevo a cada jugador si estos conseguían clasificarse para los octavos de final. No solamente lo consiguieron y disfrutaron su regalo, sino que regresaron a su país, tras la eliminación ante Suecia, más colmado de regalos que ningún otro futbolista del campeonato, y es que, amén del Mercedes, cada jugador saudita ya había recibido un Volvo por cabeza, donado por un rico empresario nacional, por el simple hecho de haberse clasificado para la gran cita.

En la otra cara de la moneda estuvo Maradona. El astro argentino no recibió regalos y ni siquiera tuvo la suerte de terminar el mundial donde más le hubiese gustado; sobre el terreno de juego. Nadie pudo sospechar el peor de los desenlaces cuando la joven Ingrid, enfermera de la Uefa, bajó al terreno de juego para llevarse al Diego de la mano después del partido disputado contra Nigeria. Le tocaba el turno de pasar el control antidóping. El rostro de Ingrid hubiese terminado en el anonimato de no haber ocurrido lo que ocurrió días más tarde. Los resultados eran irrefutables: Maradona había dado positivo por consumo de efedrina y debía abandonar inmediatamente la concentración argentina. No le dejarían volver a jugar al fútbol con la camiseta de su país.

Aunque no todos los palos fueron psíquicos en el transcurso del mundial. También los hubo físicos y ambos estuvieron representados en los codos devastadores de Leonardo y Tassotti. El lateral brasileño, jugador de largo recorrido y hechuras de centrocampista, dejó K.O. al estadounidense Tab Ramos en el partido que les enfrentaba en los octavos de final. La expulsión fue inmediata y la sanción se extendió a dos partidos. Le sacó rédito Brasil a aquello pues fue su sustituto, Branco, quien anotó el gol decisivo del complicado partido que les enfrentó a Holanda durante la ronda siguiente. Pero quien no fue expulsado, al hacerlo de manera más sibilina, fue el italiano Tassotti. Todos recordamos, y a todos aún nos duele, aquel balón dividido en el corazón del área en el que el defensor italiano le rompió la nariz a Luis Enrique en la última jugada de un partido cruel con España y glorioso para Italia. Diecisiete años después, una vez que Luis Enrique viajó a Italia para hacerse cargo de la Roma como entrenador, ambos se estrecharon las manos y acordaron finiquitar el asunto. No hay mal que cien años dure.

Lo que sí dura más de cien años es la superstición eterna de los brasileños. Si Zagallo ya había espantado la visita de Moacyr Barbosa a la concentración por considerarle gafe, montó aún más en cólera cuando se enteró que el hotel que les habían asignado para alojarse de cara a la final era el Fullerton de Los Ángeles. Daba la casualidad que en aquel hotel se había alojado la selección colombiana durante la primera fase y todos sabían como les había ido. Obligado a acatar las órdenes de su Federación, hizo una última gestión con el fin de lograr que ninguno de sus futbolistas se alojasen en la habitación en la que había dormido Andrés Escobar, futbolista colombino asesinado días después del regreso de Colombia a casa por haber anotado un accidental autogol en su partido ante los Estados Unidos.

Tampoco hubo de hacerle demasiado gracia a Zagallo la premonición realizada por un grupo de físicos locales. Estos, empeñados en que el fútbol responde más a la lógica que a la improvisación, hicieron un cálculo con una sofisticada computadora y apostaron a que Italia ganaría la final por uno a cero con gol anotado por uno de sus centrocampistas en el minuto cuarenta y dos de la segunda parte. Eso sí que era hilar fino. No nos hubiese ido mal a los espectadores que bien Italia o bien Brasil hubiesen liquidado la contienda antes del tiempo reglamentario y así nos hubiesen ahorrado una de las prórrogas más insufribles de la historia del fútbol.

No sabemos si los italianos hicieron caso a la computadora, pero lo que sí sabemos es que, al igual que Zagallo, los transalpinos también eran supersticiosos por naturaleza. La final agotó todos sus minutos con cero a cero en el marcador y el destino les enfrentó a la tanda de penaltis. Como en la repetición de un mal sueño, los italianos debían afrontar el momento decisivo desde el punto fatídico al igual que lo habían hecho cuatro años antes, en casa, ante Argentina. Daba la casualidad que el número de la mala suerte en Italia es el diecisiete ¿Qué día se jugó la final? El diecisiete de julio ¿Qué dorsal llevaba Donadoni quien erró uno de los penaltis? El diecisiete.

Cuando Roberto Baggio lanzó a las nubes el último penalti y Claudio Taffarel levantó los puños al cielo, todo Brasil estalló de alegría. Había algunos, como Lobo Zagallo, que entraron en el libro de los records de la historia al convertirse en la primera persona capaz de ser campeón del mundo como jugador, como entrenador y como ayudante. Otros, aún en la celebración, calmaron su euforia porque aquel título no había dejado el mismo regusto de los conseguidos antaño. Tras veinticuatro años Brasil volvía a ser campeón del mundo sí, pero aquel título no había sido como los demás; había desaparecido la alegría, el toque, la samba. Brasil se había dungarizado y aquella nota de distinción daría muchos más dolores que alegría a las generaciones venideras.

Como la torcida que durante años acudió a los circuitos a celebrar las victorias de su ídolo, los componentes de la selección de Brasil se reunieron en el centro del campo, echaron la vista a atrás, rememoraron Ímola y desplegaron una pancarta que pudo leer todo el mundo. "Senna, aceleramos juntos. O Tetra é nosso!". Aquel título, como tantos otros, también lo había ganado Ayrton Senna. El tipo que revolucionó el deporte del motor, el hombre que se dejó la vida en un muro tras jugársela en miles de curvas, el hombre cuya muerte marcó a fuego la historia del deporte. El mito que, cuando se fue, dejó a la Fórmula sin el 1.

martes, 6 de diciembre de 2011

Balones de oro: Omar Sívori

A los diecisiete años debutó en la primera división argentina, a los veintidós asombro a toda sudamérica y a los veintiseis ya era considerado el mejor jugador del mundo. La carrera de Enrique Omar Sívori no se escribe con títulos si no con sensaciones, y es que, quienes le vieron jugar, no han dudado nunca de que se trató de uno de los más grandes. Pandillero de potrero, ingenio de césped recién cortado y gobernador de área grande, Sívori fue un genio pegado a una pelota de cuero en cuyos actos sobrevive la esencia del fútbol de verdad, aquel que se aprende en la calle, con un balón de trapo y unas zapatillas viejas.

No tardó en deslumbrar a los escépticos cuando debutó en el primer equipo de River y alguien le señaló como el sustituto de aquella saeta rubia que había volado a Madrid con escala en Colombia. Saltó al campo para redondear la goleada ante Lanús y le tocó sustituir al mito Labruna. No decepcionó; anotó el quinto y dejó el poso de un jugador al que se quería volver a ver. Y se le vio de nuevo, y se le volvió a ver, y se le volvió a disfrutar. Fue en 1957 cuando alcanzó la cima del mundo al alinearse, vistiendo la albiceleste, junto a Corbatta, Maschio, Angelillo y Cruz. Les llamaron los "carasucias", anotaron veinticuatro goles, ganaron la Copa América y Argentina les recibió como el mejor equipo de su historia. Por fin un soplo de aire tras décadas de amargura. No duró mucho la epopeya, el mejor de todos ellos, Sívori, voló hacia Italia atraído por las liras y las ganas de comerse el mundo. Tan bien lo hizo que en 1961 la revista France Football le galardonó con el Balón de Oro que le distinguía como el mejor futbolista del año. Tras el fútbol y los éxitos llegó la soledad y las ganas de reinventarse. Probó en los banquillos y no le fue demasiado bien, probó con la pluma y dejó varias docenas de buenos artículos plasmados en las hojas del diario Clarín.

Pero antes del columnista hubo un futbolista, y muy bueno. En Italia le llamaban el "fuoriserie" porque, realmente, no había adjetivo específico para definirle; era un jugador bajito y delgado, pero muy listo, tenía una culebra en la cintura y un arma de precisión en los pies, salía airoso de cualquier entramado gracias a su habilidad y siempre llegaba franco a la portería contraria gracias a su inteligencia para leer el juego. Era un buen goleador y un excelente pasador, un tipo imprevisible, un ganador de batallas que disputó cuatrocientos cuarenta y un partidos y anotó doscientos veintiocho goles a lo largo de su carrera. Una cifra nada despreciable que aderezó con sus dos campeonatos argentinos que logró vistiendo la camiseta de River y los tres Scudettos y dos Coppas que ganó vistiendo la blanquinegra de la Juventus de Turín. Siempre a la sombra del gran Di Stéfano, hubo de sucumbir a su omnipotencia en aquella inolvidable semifinal de la Copa de Europa en 1962 que se llevó el Madrid con desempate incluido. Aún a la sombra del honorable, jamás escondió su admiración y devoción por el nueve blanco. Uno nacionalizado por España y el otro por Italia, ambos, los dos mejores futbolistas de la época y Argentina llorando su sueño creyendo haber intuido lo que hubiese sido de su selección si ambos no hubiesen abandonado su hogar y hubiesen disputado, juntos, los mundiales de 1958 y 1962. Quizá otro gallo les hubiese cantado.

En los potreros de Buenos Aires le llamaban "chiquín" por ende de su baja estatura y su endeblez física y en las cachas profesionales le apodaron "cabezón" por aquella prominente cabeza sobre un cuerpo tan delgado. Pero no había defecto físico que impidiese a Sívori disfrutar del fútbol; utilizaba su endeblez física para burlar rivales y la cabeza, siempre, para pensar un segundo antes que los demás. Fue un centrocampista creador que deleitó sobre el césped y, fuera de él, se convirtió en un terrateniente que invirtió sus ahorros para generar una fortuna que le ayudase a sobrevivir una vez que abandonase los campos de juego.

Lo hizo en diciembre de 1968 después de que su rodilla crujiese y le pidiese a gritos que dejase de exponerla a esfuerzos inafrontables. Entonces era jugador del Nápoles y una celebridad en el sur de Italia. Había llegado a la Campania después de deleitar en el Piamonte; muchos decían que ya no le quedaba fútbol pero jugó cuatro años a un extraordinario nivel, tanto que él y su fútbol colocaron a Nápoles en un lugar jamás visto hasta entonces: la segunda posición del Calcio italiano. Gesta que repitió en dos ocasiones y que le hizo salir vitoreado de San Paolo en más de una ocasión. En su aureola de mito precedió a Maradona como el auténtico Dios de Nápoles. Y eso que precedía del enconado rival del norte, una Juventus donde sentó cátedra y donde aún le recuerdan como el más destacado jugador de aquel "trío mágico" formado por Boniperti, Charles y él mismo que tantas tardes de gloria regaló al viejo estadio Comunale. Y es que lo suyo fueron las asociaciones imparables, como aquella que formó con Beto Menéndez en sus inicios en River y que aún recuerdan por destrozar a Boca Juniors en un duelo inolvidable que terminó con victoria de River en La Bombonera.

Sívori, que había nacido una soleada tarde de octubre de 1935 en el humilde pueblo de San Nicolás de los Arroyos, murió en el año 2005, a los sesenta y nueve años, en su misma localidad de nacimiento, lugar al que había regresado para perderse con el tiempo y dejar que la memoria guardase un hueco en los párrafos más inolvidables. Se le lloró en Buenos Aires, en Turín y en Nápoles. Se le lloró en todo el mundo porque los genios siempre dejan el poso de la inmortalidad. En su honor sigue en pie una de las tribunas del Estadio Monumental, la misma que se costeó con el dinero obtenido por su traspaso a la Juventus. Se había marchado el ídolo, pero el eco de las voces que corearon su nombre permanece perpetuo, para siempre, en un rincón del campo que le vio nacer como futbolista.

lunes, 5 de diciembre de 2011

Lo que nos espera

Si os aburre la rutina, lo reiterativo y lo monótono, id preparando vuestros cerebros porque intentarán lavaroslo de aquí al próximo sábado. Desde hoy, aunque haya jornada de Champions mediante, solamente existirá un partido. El duelo a vida o muerte del Valencia en Londres será como una de esas chinitas en el zapato que tanto molestan a la mediatización establecida; solamente hará falta descalzarse, sacudirse los pies y volver a caminar. Informar, ni celebrar ni lamentar y tratar de perder el menor tiempo posible porque en este país de pandereta solamente importan dos equipos. Ellos se lo comen todo, para el resto solamente hay migajas.

Me resulta gracioso comprobar como se empeñan, día sí, día también, en vender el siguiente partido como una batalla a cara o cruz. Hablan de rivales encendidos, de conatos de rebelión ante la visita del líder y de campos de minas de difícil superación, cuando todos saben que esta liga se la disputan dos mientras los demás miran. No interesa denunciar el abuso deportivo porque ellos mismos practican el abuso mediático ¿Cómo decir que Madrid y Barcelona ganan ligas sin rivales? Sería como decir que ambos ganan sin jugar, sería como decir que los goles de Cristiano no valen de nada y que Messi no es aquel extraterrestre que a cada hora nos venden por doquier. Quedan mejor los cincuenta goles en portada, los records, las goleadas y las sonrisas de superioridad. No existe nada, excepto su propia rivalidad. No hay más rivales, no hay más partidos.

Por ello, ante lo que se presupone como una nueva batalla del siglo, un nuevo partido por la supremacía, los voceros de ambos regímenes ya han puesto en marcha su mecanismo de ataque y defensa. Con las vendas antes de sufrir las heridas, han desenvainado espadas para comenzar a generar debates infructuosos que solamente buscan el objetivo de incendiar las calles. Tonterías, tertulias vanas y periódicos a mansalva. No juega nadie más este sábado. No busquéis otra información. Nos han absorbido el coco. Aunque se empeñasen en vender lo contrario, ellos mismos saben que esta liga es sólo de dos. Que se la queden.

viernes, 25 de noviembre de 2011

Pichichi

Había en Bilbao un niño que jugaba en la campa de los ingleses y cuyo físico se asemejaba al de un pichón. Jugaba contra chicos mayores e intentaba colarles el balón entre las piernas mientras dibujaba goles de fantasía en aquellas porterías fabricadas con piedras y montones de arena. Los chicos le llamaban "pichichi" por su físico y el mundo le conoció por aquel apodo mientras fue incrementando su leyenda, primero en los descampados, más tarde en Lamiaco, luego en Jolaseta y, por último, en San Mamés. Templos de vida y memoria. Como aquella que se vistió de luto el día que, agonizando en su lecho, buscó la solapa de su compañero Domingo Acedo para pedirle el último favor: "Chomin, cuida bien de mi mujer y mi hija". Murió joven, en su estela dejó un palmarés trufado de copas del Rey y campeonatos nacionales. Entonces no había liga nacional pero sí había lágrimas para llorar su pérdida; tenía veintinueve años y el Athletic le encargó un busto a Torre Berástegui que, desde entonces, decora la entrada a la zona señorial del estadio y junto al que, como tradición, todos los equipos que visitan San Mamés por vez primera, han de rendirle homenaje en forma de ramo de flores.

Pichichi fue un futbolista de una pieza que no tardó en alcanzar fama y fortuna. Formó parte de la selección española que obtuvo la medalla de plata en los Juegos Olímpicos de Amberes de 1920 e incluso anotó uno de los goles que sirvieron para derrotar a Holanda y certificar, para la gloria patria, aquel segundo lugar que, durante muchos años significó un techo casi inalcanzable para nuestro fútbol. Se trataba de un jugador peculiar, listo, hábil y con una extrema facilidad para llegar al área en situación ventajosa. No tardó en convertirse en el ídolo de la afición del Athletic y en el futbolista más famoso del País Vasco. No en vano, los artistas le buscaron para inspirar en él sus obras de arte. Ejemplo de ello es el famoso cuadro de Aurelio Arteta, titulado "coloquio en los campos de sport", en el que se ve a Pichichi cotejando a una dama, así como la coplilla que, para celebrar los campeonatos, compuso la cupletisa Teresita Zazá y que rezaba así: "Empezando por Pichichi, terminando por Apón, Alirón, Alirón, el Athletic campeón".

En 1916, en el "periodo de entreguerras" que signficaban los meses en los que no había campeonato regional, el Athletic dirimió dos partidos amistosos contra el Fútbol Club Barcelona. Los resultados dejaron claro quien era el mejor equipo del país en aquel momento: Nueve a uno y ocho a cero. Diecisete goles de los cuales, Pichichi firmó siete. Por entonces, Bilbao era la cuna del fútbol español y todo el mundo señalaba con el dedo a aquel joven flaco que jugaba siempre con un pañuelo blanco anudado en la cabeza para evitar heridas con los costurones de la pelota. Nadie podría adivinar entonces que pocos años después, el tifus acabaría con su vida y que en su memoria, el diario Marca, inauguraría un trofeo con su nombre con el que premiarían al máximo goleador de la Primera División española.

Pichichi empezó a vivir del fútbol con dieciocho años cuando quería ser abogado y se retiró con veintinueve porque quiso ser árbitro. Dejó los libros y las aulas de la Universidad de Deusto para cumplir su sueño y el de cientos de hinchas y, once años después, colgó las botas para tomar un silbato que jamás llegó a soplar. Invadido por la nostalgia que le producía el balón, se negó a cumplir aquel sueño espontáneo y se dijo que el arbitraje era para quien tenía vocación. Lo suyo fueron los goles; anotó setenta y ocho en ochenta y nueve partidos jugados con el Athletic. Cuando alcanzó fama y gloria la gente dejó de señalarle como al sobrino de don Miguel de Unamuno para pasar a corear el nombre de Pichichi como el del auténtico Mesías del fútbol bilbaíno.

Él fue el primer futbolista en marcar un gol en el estadio de San Mamés; en el templo de dioses y hombres que se alza majestuoso en el barrio e Zorroza y en el que aún resuenan los ecos que aclamaron a sus mitos. Hubo un día en el que Rafael Moreno Aranzadi, alias "Pichichi", se convirtió en uno de ellos. Quizá le dolieron las primeras críticas y se dejó perder por los primeros reproches. El caso es que un día, joven y en forma, decidió decir adiós al fútbol. Meses más tarde, en una celebración familiar, comió una ostra en mal estado que le produjo un tifus mortal. Tenía veintinueve años, una vida por delante y un pasado imposible de olvidar. No le olvidan quienes, aún en la ignorancia, le nombran cada vez que ven la imagen del máximo goleador del momento. Pichichi no era un nueve, pero dio sobrenombre a los amos del área rival. Es la recompensa de los inmortales; dejar su nombre grabado en la memoria colectiva y en el muro de la posteridad.

martes, 22 de noviembre de 2011

Las vidas del gato

https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEh_elj0hcvpL3Ouv0Sdat4sZDzuW5_bm5oiv9t9xfFgZbukGACL7NCvbN6kPYglaoU5NnEIUrdrgr4rRAvwukDPfUvzkPsaW9-sCC8S4s0F6BDrl35dSq05UjdbLvKEr0XFpo7i3AQiXgs/s1600/torres_chelsea.jpgEn la mirada de un gato viejo, ojo cerrado por una cicatriz, garras despuntadas y lametazos inconstantes sobre un lomo despeinado, encontramos el ardor de mil aventuras sobre tejados adversos, la pasión de cien persecuciones por la acera en busca de la gata del vecino y el rencor, en forma de roneo, por todas aquellas tardes a la sombra de un árbol mientras imaginaba el sabor del gorrión que cantaba sobre la rama.

El futbolista viejo, como el gato que defiende panza arriba su honor y su memoria, cuenta sus vidas en forma de rachas; las hubo buenas, malas y regulares. "Como todo en esta vida", se atrevería a decir cualquier hijo de vecino. El futbolista que nació joven, con la expectativa cosida a la espalda a sólo un centímetro del número, sabe que los tejados están poblados de tejas podridas, trampas escondidas y chimeneas encendidas bajo un humo asfixiante. Por ello, la madurez del que supo ser estrella al tiempo que promesa, está plagada de recuerdos, arrepentimientos y coros de voces que, en muchas ocasiones no le dejan ver la realidad. Escoger la senda adecuada, escuchar la palabra correcta y saber empezar de cero se convierten en momentos vitales a la hora de empezar una nueva vida. El futbolista, como el gato, sueña con el gol que canta sobre una rama, con la victoria del vecino, con conquistar callejones de fortuna y comer raspas de oro sobre titulares ensalzantes.

El problema viene cuando la séptima vida asoma tras los ecos de la penúltima esquina. Todos los tejados han sido recorridos, todos los pájaros han sido cazados y todas las vecinas han sido conquistadas ¿Quedan más jugadas, más goles, más oportunidades para el asombro? En ocasiones quedan años, sueños y recorrido, pero quedan dudas, preguntas y debates. El futbolista viejo defiende su honor y su memoria, aquí está mi hoja de servicios y allí vuestras palabras ¿Pero que ocurre con el futbolista joven que ha agotado todas sus vidas? A su alrededor deja de sonar la música, los agoreros aparecen tras los rincones y las tertulias se convierten en la ocasión perfecta para jugar a la diana con su nombre.

Desde que Fernando Torres abandonó el Liverpool su camino ha transcurrido por un tejado minado, ha tropezado con el sistema, con la responsabilidad, con el pasado y con las expectativas. Su mal juego, traducido en sequía goleadora, se extiende a sus participaciones en la selección y hay quien ya le ha fabricado una caja de pino cuando solamente tiene veintisiete años. Las seis vidas anteriores las gastó sacando a un equipo del infierno, revalorando un oso y un madroño, diciendo adiós entre lágrimas y promesas, reiventándose, ganándose un nuevo crédito y afrontando una aventura hacia lo desconocido. La séptima vida llega en su esplendor y, sin embargo, la involución parece estar clamando por la llegada del apocalipsis.

Acabado o no (yo no lo creo), desacreditado o no (para mí no) o desenchufado o no (para mí desubicado), lo cierto es que este verano toca reválida y Torres afrontará, una vez más, el mismo reto que le situó en un escalón por encima de los altares. Pero la bula no es eterna y la Eurocopa no es una pachanga, más allá del pasado y el crédito, viven el presente y la realidad, y ésta dicta que el viaje a Polonia se debe ganar en el campo y hasta ahora, Torres, no lo está haciendo.

lunes, 24 de octubre de 2011

El Bocha

El destino suele ser tan caprichoso como los deseos incumplidos, tan impredicible como un resultado a ochenta minutos del final, tan importante como la mejor de las noticias, tan emocionante como el más feliz de los reencuentros. A veces, los sueños de la niñez se hacen adultos sin pararse a pensar cual fue el momento en el que dejaste atrás todos los sueños para reciclar la caja de los deseos y volver a nacer con nuevo ritmo en el corazón. Ricardo Bochini, que creció soñando con San Lorenzo, vivió todo un sueño en Independiente y tan hermoso fue el sueño que aún hoy le recuerdan con la sonrisa encendida y la nostalgia pintada en lágrimas; sin duda, fue el mejor de todos.

En su estela dejó una escuela de patentes dibujadas en pases de gol. Aún hoy, son muchos los que describen un último pase con el sobrenombre de "pase bochinesco", y aún hoy, son muchos los que recuerdan a aquel imberbe y pálido muchacho que, salido desde las inferiores del rojo, debutó de la mano del gran Pedro Dellacha en 1971. Entonces tenía diecisiete años, y entonces nació una leyenda.

Una leyenda agrandada por el tiempo, los goles y los milagros. Tanto se amó a Bochini que Avellaneda le regaló una calle con su nombre; camino del estadio del rojo, entre las calles Alsina y Ferrocarril, los hinchas de Independiente pueden rendir homenaje diario ante una placa con un nombre y un nombre con un pasado. Un pasado que nació en los primeros años de la década de los setenta y que culminó hace poco, cuando al tipo le dio por demostrar su inmortalidad vistiendo, durante medio tiempo, la camiseta roja (no podía ser otro color), del Barracas Bolívar. Un gesto altruísta para un equipo modesto, un gesto diferente más de un tipo genial.

Los que no le vieron jugar los mundiales de 1978 y 1982 reprocharon siempre a Menotti su error en la elección y le recordaron, una y otra vez, aquella tarde de enero de 1977. Independiente rendía visita a Talleres de Córdoba en el partido definitivo por el campeonato nacional. En la ida, tras un partido bronco, el resultado fue de empate a uno, por lo que un empate sin goles, al igual que una victoria, le valía a Talleres para campeonar. El partido fue duro y, como más tarde declaró Bochini "fue raro, muy raro". El árbitro Barreiro se convirtió en protagonista después de señalar un penalti dudoso a favor de Talleres y conceder un gol ilegal al equipo local después de que Bocanelli empujase el balón con la mano. Para más inri, el trencilla expulsó a tres futbolistas de Independiente y el rojo alcanzó el tramo final del partido con ocho efectivos, un dos a uno en contra y la moral por los suelos. Fue entonces cuando se puso en marcha el mecanismo de los milagros. Bochini agarró el cuero en el centro del campo, combinó con Bertoni y abrió la pelota hacia Biondi, en el mano a mano, Biondi esquivó al portero pero perdió el hueco para efectuar el disparo, por lo que templó el balón al corazón del área, justo hacia el lugar donde apareció Bochini para empalar fuerte, por arriba, haciendo imposible el despeje del defensor que había alcanzado la raya de gol para intentar sofocar la jugada. La grada de Independiente explotó, los cinco minutos siguientes fueron agónicos, pero el rojo ganó el campeonato y Bochini, una vez más, fue levantado hacia el cielo buscándo un lugar en los altares de la historia balompédica.

Y es que Bochini se acostumbró, a lo largo de su carrera, a convertir goles trascendentales. No fue nunca un excelso goleador y, sin embargo, cada vez que veía puerta era para ganar un partido, para abrir una puerta a la leyenda y para poner una esquirla más en su exitoso palmarés. Pocos olvidarán su gol a la Juventus en la Intercontinental de 1973, el gol a Peñarol en la Libertadores del 76 después de driblar a medio equipo rival o sus dos goles a Fillol en la final del Nacional del 78 ante River. Convirtió goles decisivos y ganó tantos títulos que su palmarés parece más un museo que un listado. Cinco títulos nacionales, cinco Copas Libertadores, 3 Copas Interamericanas y 2 Copas Intercontinentales; esa fue su aportación al mito del "Rey de Copas".

Pero, más allá de los títulos, la gente recuerda su forma de jugar, su elegancia, su visión de juego, su capacidad para dominar los partidos. Tanto y tan bien lo hizo que un pequeño tipo de pelo ensortijado le convirtió en su ídolo. Se llamaba Maradona y uno de los placeres que se permitió en sus inicios fue la de compartir cancha con Bochini en aquellos duelos a muerte entre Boca e Independiente. Tanto adoró su fútbol que, tras el agravio sufrido en el 78 y el 82, convenció a Bilardo para que le incluyese en la  lista de los futbolistas que viajarían a México para disputar el mundial de 1986. Allí, en una Argentina entregada a su Dios, Bochini solamente disputó media docena de minutos en los momentos finales de la semifinal ante Bélgica. Saltó al campo por Burruchaga y, al alcanzar la medular, Maradona le recibió con una reverencia, un apretón de manos y una frase inmortal; "Dibuje, maestro".

El maestro dibujó seiscientos treinta y cuatro partidos vistiendo la roja de Independiente y trazó jugadas maestras, cientos de pases de gol y noventa y siete dianas. Todo hasta que en 1991 se vio obligado a decir adiós después de una dura entrada de Erbín en un partido contra Estudiantes. Tenía treinta y siete años y, aunque su cabeza pedía más, el cuerpo le obligó a decir basta. Pasó al otro lado de la raya de cal para sentarse en la grada y sufrir por su equipo. Todos recuerdan hoy a aquel centrocampista pausado que gustaba de jugar andando y dirigir mirando siempre hacia el frente. No fue correr lo suyo, por ello se extrañó en demasía el día que se enfrentó al Ajax y se econtró a un tipo flaco e incansable, apellidado Cruyff, que corría a ciento por hora y combinaba a toda velocidad. "Es rápido", dijo cuando le preguntaron por él; "pero juega bien".

"Juega bien". Aquellas dos palabras eran más que importantes en la concepción del fútbol de Bochini. Él siempre disfrutó el fútbol como un juego y como tal lo dió a paladear. Su sociedad con Bertoni fue maravillosa, ambos dibujaron jugadas de museo, ambos tiraron tantas paredes como muros defensivos derribaron. Llegó con diecisiete años, se marchó con treinta y siete. Dejó veinte años de sueños y realidades. Le llamaron "El Bocha", le recuerdan como un genio, le adoran como un ídolo. Para la gente del rojo, no habrá otro igual.

lunes, 10 de octubre de 2011

Rebelde con causa

Hay quienes aconsejan prudencia ante las adversidades; los hay que gusta de imitar a las hormigitas, seguir trabajando con ahinco, la cabeza agachada, la mente limpia y la seguridad de que en el esfuerzo estará la recompensa. Pero hay otros que prefieren levantarse del asiento, tomar la palabra y replicar al maestro porque en la seguridad de sus facultades encuentran el mejor motivo para sus protestas. Resulta, a veces, que la protesta tiene voz dormida porque viene del alumno ejemplar, del tipo que siempre saca buenas notas, que busca sitio en el pupitre delantero y que gusta de examinarse en alto hándicap porque es capaz de responder a los instintos más primarios y a los más improvisados.

David Silva es de esos tipos de jugadores indetectables; tiene seda en los pies, una serpiente en la cintura y una mente privilegiada para leer el fútbol. Suele buscar el espacio vacío, recibe mirando al compañero y pone siempre la pelota en el lugar adecuado. Son numerosas las veces en las que rompe el esquema del equipo rival porque quien trata de defenderle pierde la posición, nadie sabe si Silva es delantero o es centrocampista, y como es capaz de jugar tanto allí como allá, suele ser el causante de que el puzzle se desparrame en sus mil piezas; el defensor llega tarde porque el tipo arrancó la jugada desde atrás, el centrocampista no alcanza a cubrirle porque hace unos segundos el tipo se buscaba la vida entre los dos centrales.

Es la mejor cualidad de estos ases en la manga que dirigen la partida ganadora de cualquier entrenador. Es por ello que extrañó en exceso que Del Bosque prescindiera de su baza sorpresa en los momentos más necesarios y es por ello que extrañó, aún más si cabe, que el chico bueno fuese el que se levantase de su pupitre y le dijese al seleccionador que se estaba equivocando y que él valía para los rotos y para los descosidos.

Cada vez que juega Silva, la roja encuentra un nuevo cable rojo en su circuito de alternancia; el balón encuentra otra velocidad, la mediapunta encuentra otro genio y el delantero vive más feliz porque encuentra una excusa menos para estar aburrido. Desde que juega Silva, el Manchester City, ese grupo de talentos mecanizado por el sistema de su director, encuentra un soplo de aire en cada contragolpe, el mejor motivo para que Agüero sea feliz y el mayor alivio para la grada sky blue. Jugar con un as en la manga siempre fue un motivo de ventaja. Ser rebelde con causa suele tener la razón asistida como recompensa.

martes, 13 de septiembre de 2011

El beneficio de la duda

Cualquier duda implica desconfianza, algo de desamparo y, también, una pizca de desconsuelo. Pero cuando se trata de sacar a pasear el dedo acusador, no es menos cierto que la duda sirve para encauzar una tregua, para regalar un pedazo de tiempo y para dejar hacer no sea que aquello que nos cuentan termine siendo verdad y nos veamos enrojecidos por una vergüenza y un desquite acalorado.

El beneficio de la duda implica paciencia y tranquilidad, comprensión y análisis, sueños y corazonadas. Tiende de un hilo tan fino como el tiempo porque solamente él es el juez capaz de decirnos si el producto era de tanta calidad como nos prometieron o, por el contrario, ha supuesto un nuevo fiasco en nuestra ilusión por encontrar lo que realmente llevamos buscando durante tanto tiempo.

La paciencia del aficionado atlético está en ese hilo tan fino del que pende el beneficio de esa duda que se ha propuesto conceder después de ver que sí, que el equipo quizá pueda jugar a otra cosa y que en peores nos las hemos visto. Nuestra memoria prefiere fijar ciertas imágenes y obviar algunas otras; se trata de una percepción selectiva donde priorizamos las esperanzas sobre las desilusiones. En el horizonte que dibujaron nuestras huellas quedan presente el toque de balón, la paciencia, las oportunidades perdidas y esa media hora de Diego que creemos asociar a aquellos minutos mágicos que a Caminero le gustaba regalar cuando las musas tocaban con su varita el alma de su inspiración.

La falta de profundidad, la falta de puntería y los fallos defensivos preferimos obviarlos porque, ante la adversidad, hemos optado por ver el vaso medio lleno. Pero ojo porque un par de gotas menos y la capacidad del envase podrá convertirse en un charco sin agua. El fino hilo que separa la paciencia de la impaciencia y la tranquilidad de la intranquilidad está a punto de doblarse. Un par de malos resultados más y el equilibrista caerá al suelo sin red que detenga su caída. Entre el todo y la nada nos hemos acostumbrado tanto a lo segundo que preferimos soñar antes de ver la verdad. Una semana y una sentencia, eso es todo lo que esperamos con los dedos cruzados.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Pichichis: Guillermo Gorostiza

En 1929 España era un país inundado en un mar de dudas; la dictadura de Primo de Rivera hacía aguas, la que había sido reina consorte, María Cristina de Habsburgo, había fallecido y el país se dividía entre quienes pedían el regreso del hijo de esta última, Alfonso XIII, al poder, y quienes tomaban las calles proclamando una Segunda República que colmase de ilusiones a un puñado de soñadores. El país no era ajeno al crack bursátil que había dejado a Estados Unidos en paños menores y la economía, ya de por sí maltrecha de forma tradicional, se resentía hasta el punto de provocar revueltas, hambre y desilusión. Aún así, hubo un equipo de fútbol que tuvo el valor de romper su hucha y gastar veinte mil pesetas en un joven extremo vasco que hacía la mili en Ferrol y volaba por la línea de cal cada vez que pisaba un tapete verde. La historia del chico que aterrizó en San Mamés una fría tarde primaveral de 1929 es la historia de un mito engrandecido por sus goles antológicos y sus carreras de infarto, y es la historia de una leyenda gris ensombrecida en noches de bohemia y descontrol, marcas de carmin bajo el cuello y un final tan triste como anunciado. Guillermo Gorostiza, diecinueve veces internacional con la selección española, vivió deprisa y murió despacio; tanto duró su caída a los infiernos que tuvo tiempo de ser rescatado del olvido para regresar a la primera línea de fuego protagonizando un documental que enmudeció a España. Cuando Manuel Summers rodó "Juguetes rotos", Gorostiza era un guiñapo vestido de memoria y un recuerdo imborrable junto a la línea de cal del viejo San Mamés. Él fue juguete roto, muñeco de trapo sorbido por el exceso y el primer gran recuerdo de todo aquel que vio un Athletic campeón de verdad; porque cuando jugaba al fútbol, Guillermo Gorostiza era imparable.

Cuentan que un día, vestido ya con la camiseta del Valencia, saltó al campo del Sevilla completamente ebrio. Haciendo eses se dirigió a su punto de partida y a los pocos minutos de comenzado el partido erró un penalti mandando el balón al banderín de córner. Sevilla, que siempre fue una ciudad de salero, comenzó a burlarse de él y fue entonces cuando Gorostiza pulsó el interrumpor del genio y comenzó uno de aquellos recitales que tanta fama le dieron. El partido terminó uno a cuatro a favor del Valencia y el bueno de Guillermo anotó los cuatro goles. Los que se habían burlado de él se pusieron en pie para despedirle como a uno de sus mejores toreros.

La de Gorostiza fue una carrera larga que comenzó profesionalmente en Getxo y terminó en la habitación de un hospital para tuberculosos. Cuando murió, en un cuarto descuidado y entre cajones desordenados encontraron el único objeto de valor que no se atrevió a malvender en vida; era una pitillera de plata, obsequio de don Luis Casanova, presidente del Valencia, en cuya tapa había grabada una dedicatoria: "Al mejor extremo izquierdo del mundo de todos los tiempos". Había dejado un recuerdo imborrable y un palmarés envidiable que completaban seis ligas y cinco copas de España.

Fue, además, máximo goleador del campeonato de liga en dos temporadas, anotando diecinueve goles en la 1929-30 y doce en la 1931-32, jugando un total de doscientos cincuenta y siete partidos en liga y anotando ciento ochenta y cinco goles. Cuando iniciaba el desmarque, allá en el costado izquierdo de San Mamés, apenas podía distinguirse el blanco de las líneas verticales de la camiseta, aquella estela colorada en carrera la valió el sobrenombre de "la bala roja"; un color que cambió al blanco en 1940 cuando, presionado por un vestuario que le reprochaba su ideología carlista, dejó Bilbao para firmar por el Valencia y seguir impartiendo magisterio balompédico. Allí jugó durante seis temporadas, ganó dos ligas y una copa y dejó una huella imborrable. Pero allí se acrecentaron sus excesos, se vio vencido por la edad y el alcohol y regresó al norte para iniciar un periplo que tuvo parada y fonda en Baracaldo y Logroño antes de llegar a la pequeña aldea asturiana de Trubia donde seguiría jugando hasta cumplir los cuarenta y dos años, necesitado de dinero para pagar sus deudas y en un estado físico tan deplorable que hacía daño al recuerdo imperecedero que habían fraguado sus jugadas de antaño.

Que Guillermo Gorostiza había nacido futbolista fue algo que tuvo que aceptar su padre al comprobar como todos los castigos impuestos no causaban el efecto deseado. El padre, que había sido un respetable médico, quiso iniciar a su hijo en los procedimientos medicinales, pero el joven Guillermo prefirió trabajar como tornero en una fábrica de Santurce sabiendo que allí ganaría menos dinero pero más tiempo libre para dar rienda a su pasión. Ya como futbolista, dos hechos puntuales marcaron su vida junto a los colores del Athletic Club de Bilbao. La primera fue cuando se fraguó su fichaje; Gorostiza, enrolado en las filas del modesto Racing de Ferrol, enfrentó en un partido al Español de Barcelona liderado por el famosísimo arquero Ricardo Zamora. El Divino, que marcaba ínfulas de portero imbatible tuvo que ver, descorazonado, como un pequeño diablo arrancaba desde la izquierda y le fabricaba un gol de antología ¿Quién es ese chico vasco que juega en Galicia? Se preguntaron todos. Y la pregunta llegó a Bilbao y la respuesta se concedió en Getxo: "Ese chico nos pertenece". El Athletic hubo de pagar veinte mil pesetas al Arenas de Getxo y Gorostiza vestió la roja y blanca desde 1929 hasta 1940, un año después de concluir la Guerra Civil española.

Fue en la guerra donde encontró el picaporte de la puerta de salida de San Mamés. Gorostiza, enrolado en las filas de una selección vasca que recorrió Europa en busca de fortuna, alimento y dinero, decidió desertar en silencio y regresar a España para combatir junto a sus compañeros del requeté carlista. Aquello no sentó nada bien entre sus compañeros del Athletic y, una vez concluído el conflicto y reunidos todos de nuevo en un vestuario crecido en años y en heridas, el grueso del grupo optó por dar la espalda a su extremo izquierdo titular. Gorostiza, entrado en años y plagado de intenciones, fichó por el Valencia para formar parte de la famosa delantera eléctrica formada por Epi, Amadeo, Mundo, Asensi y él mismo, maravillar a España, ganar dos ligas y hacerse un hueco en la memoria colectiva de los aficionados que abarrotaban Mestalla cada domingo para verles impartir cátedra.

Gorostiza, que ya había formado parte de la primera delantera histórica del Athletic, junto a Iragorri, Bata, Chirri y Unamuno, fue un extremo izquierdo veloz, contundente, listo y goleador. Sus arrancadas eran tormentas arrebatadoras e igual que frenaba, volvía a arrancar para dejar sentados a los sufridos zagueros que, en la mayoría de las ocasiones, terminaban por aceptar la pérdida del reto con un suspiro de resignación. Ganó muchas batallas dentro del césped pero perdió tantas otras en la vida cotidiana. La más importante de ellas le puso de cara a la pared en un hospital de tuberculosos de Bilbao; sólo, arruinado y enfermo, no pudo emprender la huída como aquella vez con dieciocho años cuando no quiso inclinar la cerviz ante la directiva del Arenas de Getxo y se escondió en Buenos Aires para perderse ante los ojos del mundo. Volvía a ser un desconocido, memoria viva de nuestro fútbol que se moría de hambre mientras su mirada se apagaba. Murió en pleno verano, cuando las tardes de agosto hacían soñar al público con el comienzo de una nueva temporada. El veintirés de agosto de 1966, murió Guillermo Gorostiza. Tenía cincuenta y siete años y muchas deudas pendientes de pagar. También dejó varias pendientes de cobrar, quizá el fútbol español jamás terminó de agradecerle todo lo que hizo por él.

miércoles, 17 de agosto de 2011

Cianuro como antídoto

Cualquier enfermo sabe que su curación pasa por un cambio en los hábitos de consumo, por un descenso en los excesos y por los efectos de la medicina correspondiente. En estos casos, actuando bajo prescripción facultativa, buscamos un diagnóstico, una receta o una solución en manos de un galeno. Actuando bajo la presunción de libre conciencia, nos tomamos cada consejo y cada solución como un acto de mejora, pues no son pocas las veces en las que confiamos en la profesionalidad del especialista.

El problema suele devenir en riesgo cuando se deja la salud en manos de un matasanos sin carrera y sin profesionalidad. El mundo, en medicina, en banca o en fútbol, suele estar atestado de iluminados que ven más allá de lo necesario y que, cuando dejan un cadáver caliente por el camino, toman la dirección contraria para frotarse las manos, recoger las ganancias y tomar las de Villadiego. Si te he visto, no me acuerdo.

No fueron pocos los años en los que la Real Sociedad se mantuvo en los últimos escalones que daban acceso al privilegio futbolístico de nuestro país. Entonces, mientras disputaba ligas y levantaba copas, el club se puso en manos de verdaderos especialistas en pediatría balompédica. Fue allí donde nacieron, se vacunaron y se criaron como a pequeños hombres, a un grupo de chavales imberbes, con el gen del Sanse incubado en cada arteria y con la cabeza fría para demostrar que el fútbol se juega desde la pasión y se disfruta desde el atrevimiento. Fueron días de clínica exitosa en los que el equipo se hizo un sitio, vendió estrellas, se renovó, volvió a vender y se reafirmó. Daba igual que perdiese un órgano vital porque siempre encontraba un antídoto con el que poder regenerarse.

Pero el éxito mal digerido, como un mal fracaso, también es un tortuoso camino para llegar hacia el desastre. Los especialistas fueron sustituidos por comisionistas, la fábrica de talentos se convirtió en un lupanar y la llegada del huracán les pilló a todos sin ropa con la que protegerse y sin techo bajo el que cubrirse. Fue entonces cuando llegó el matasanos, chasqueó los dedos y recetó cianuro como antídoto para el enfermo.

Del lejano oriente llegó un futbolista que ni conocía Zubieta, ni conocía la historia, ni sabía por dónde volaba el balón. Se le quiso adiestrar y en el pecado llevaba la penitencia; no había nivel para su constancia. Lee Chun Soo, así se llamaba el falso mesías, fue señalado con el dedo acusador con el que pagan sus penas los culpables, pero él no tenía la culpa, la tenían quienes le recetaron como remedio y después desaparecieron como canallas. El club ya estaba herido; cianuro sólo y sin leche, arsénico sin compasión, aguarrás contra pintura reseca.

De futura estrella pasó a convertirse en estrellado. Lee Chun Soo, coreano vitoreado en su tierra y oriental vilipendiado por la crítica occidental, tomó su coche para conducir hacia el sur. Llegó a Soria dónde aún se le recuerda por nada y regresó a su país pensando que las segundas oportunidades solamente llegan allí donde se encuentran sonrisas y abrazos de bienvenida. Si quiso ser algo, apenas fue nada. Tras un par de años Ulsan, ciudad que le vio nacer como futbolista, quiso resurgir con fuerza tomando nombre en el Feyenoord de Rotterdam. Otro error. Quien un día le vendió como un buen remedio, debió de olvidar las contraindicaciones del prospecto; al chaval le faltaba velocidad para jugar como extremo y le faltaba conocimiento para jugar como delantero. El vigor y la fogosidad no son nada si el talento no acompaña. No jugó mucho en Holanda y regresó a Corea para iniciar un periplo que aún no ha culminado; Suwon Samsung Bluewings y Chunnam Dragons en su tierra, un año en Arabia Saudita después, para recalar, no hace más de una temporada, en el Omiya Ardija de la liga japonesa. Seguirá cayendo y seguirá sin ser culpable de sus derrotas.

La Real, como Lee Chun Soo, terminó en los infiernos. Hoy busca reconducirse con unos nuevos doctores y una nueva oportunidad en la fábrica de talentos que un día le catapultó hasta la gloria. Desaparecieron los venenos de las estanterías de medicamentos y se promulgó por no olvidar jamás el sabor de aquel cianuro. Saben que quien olvida su historia está condenado a repetirla.

jueves, 11 de agosto de 2011

Mili en Gijón

Durante años me sentí un joven adulto encerrado en el cuerpo de un niño al que negaban la condición de hombre. Eran años de casta hombría, de barbas ralas y cigarrillos de tabaco negro penduleando sobre la comisura del labio. Bajaba al pueblo en las fiestas de guardar y tras cada esquina siempre había un anciano o una anciana dispuesta a asaltarte para escrutarte en dos preguntas "¿Y tú de quién eres?", "¿Ya has hecho la mili?". Tras la primera respuesta, tardaban poco en dar por satisfecha con la curiosidad, pero, tras la segunda eran mayoría las veces en las que me examinaban de arriba a abajo con esa solemnidad marcial que imponen los años y sentenciaban tras sus pasos una vez te habían dejado sin decir adiós: "Pues hasta que no hagas la mili no serás un hombre".

Nunca hice la mili, por lo que aún hoy me asaltan algunas dudas acerca de si realmente terminé convirtiéndome en un hombre o estas ilusiones mías de medianoche siguen siendo el reflejo de un fantasma infantil que se niega a abandonar mi cuerpo. De igual manera, pero en busca de un vestuario donde sentirse importantes, muchos futbolistas abandonan su hogar para forjarse un nombre en cuarteles lejanos de césped recién regado, gradas llenas de recuerdos y aficionados dispuestos a examinara hasta el último paso de su instrucción. La mili, en fútbol, llega siempre en forma de cesiones.

La Masía azulgrana a abundado siempre de chicos precoces cuyo primer mandamiento se reflejaba en el trato del balón. De esta manera, cada delantero y cada defensor salido de la escuela azulgrana, guardaba siempre en el interior el alma de un centrocampista. Fueron pocos, aunque soberbios, los que alcanzaron las mieles de la gloria en el primer equipo, menos aún fueron los que sobrevivieron a la voracidad de la fama y muchos los que tuvieron que buscar cobijo en otros lugares lejos de casa.

A Gijón llegó hace un par de años un imberbe y espigado murciano que había hecho su rodaje en Barcelona y buscaba consolidarse en el Sporting. Tan gratas fueron sus aptitudes que la cesión se convirtió en compra y la promesa de un buen puñado de partidos se transformó en la realidad de un chico indiscutible e imprescindible. Alberto Botía, defensa central de profesión y alma de centrocampista en la intimidad, sabe tratar la pelota porque le enseñaron a amarla, sabe fletar el espacio aéreo porque es audaz en el salto y sabe dominar la anticipación porque conoce los secretos de la colocación. Orden, nobleza y talento. Cualidades de un chico que no hace mucho fue campeón sub 21 y que hoy escucha con ilusión los cantos de sirena.

Anoche, España jugó sin centrales. Albiol hubo de multiplicarse y Del Bosque hubo de parchear la zona con dos centrocampistas que conocen el oficio pero no han nacido para dominarlo. Quizá haya que ir pensando en renovar la zaga. Nuevos aires llegan al centro del campo (Thiago) y nuevos aires limpian de rivales la zona de ataque (Mata). Quizá sea la hora de dar alternativas en defensa y Botía parece una opción. Es joven y ya ha aprendido a ganar. La mili en Gijón le ha hecho un hombre. Ese es el gen de nuestro nuevo fútbol.