miércoles, 17 de agosto de 2011

Cianuro como antídoto

Cualquier enfermo sabe que su curación pasa por un cambio en los hábitos de consumo, por un descenso en los excesos y por los efectos de la medicina correspondiente. En estos casos, actuando bajo prescripción facultativa, buscamos un diagnóstico, una receta o una solución en manos de un galeno. Actuando bajo la presunción de libre conciencia, nos tomamos cada consejo y cada solución como un acto de mejora, pues no son pocas las veces en las que confiamos en la profesionalidad del especialista.

El problema suele devenir en riesgo cuando se deja la salud en manos de un matasanos sin carrera y sin profesionalidad. El mundo, en medicina, en banca o en fútbol, suele estar atestado de iluminados que ven más allá de lo necesario y que, cuando dejan un cadáver caliente por el camino, toman la dirección contraria para frotarse las manos, recoger las ganancias y tomar las de Villadiego. Si te he visto, no me acuerdo.

No fueron pocos los años en los que la Real Sociedad se mantuvo en los últimos escalones que daban acceso al privilegio futbolístico de nuestro país. Entonces, mientras disputaba ligas y levantaba copas, el club se puso en manos de verdaderos especialistas en pediatría balompédica. Fue allí donde nacieron, se vacunaron y se criaron como a pequeños hombres, a un grupo de chavales imberbes, con el gen del Sanse incubado en cada arteria y con la cabeza fría para demostrar que el fútbol se juega desde la pasión y se disfruta desde el atrevimiento. Fueron días de clínica exitosa en los que el equipo se hizo un sitio, vendió estrellas, se renovó, volvió a vender y se reafirmó. Daba igual que perdiese un órgano vital porque siempre encontraba un antídoto con el que poder regenerarse.

Pero el éxito mal digerido, como un mal fracaso, también es un tortuoso camino para llegar hacia el desastre. Los especialistas fueron sustituidos por comisionistas, la fábrica de talentos se convirtió en un lupanar y la llegada del huracán les pilló a todos sin ropa con la que protegerse y sin techo bajo el que cubrirse. Fue entonces cuando llegó el matasanos, chasqueó los dedos y recetó cianuro como antídoto para el enfermo.

Del lejano oriente llegó un futbolista que ni conocía Zubieta, ni conocía la historia, ni sabía por dónde volaba el balón. Se le quiso adiestrar y en el pecado llevaba la penitencia; no había nivel para su constancia. Lee Chun Soo, así se llamaba el falso mesías, fue señalado con el dedo acusador con el que pagan sus penas los culpables, pero él no tenía la culpa, la tenían quienes le recetaron como remedio y después desaparecieron como canallas. El club ya estaba herido; cianuro sólo y sin leche, arsénico sin compasión, aguarrás contra pintura reseca.

De futura estrella pasó a convertirse en estrellado. Lee Chun Soo, coreano vitoreado en su tierra y oriental vilipendiado por la crítica occidental, tomó su coche para conducir hacia el sur. Llegó a Soria dónde aún se le recuerda por nada y regresó a su país pensando que las segundas oportunidades solamente llegan allí donde se encuentran sonrisas y abrazos de bienvenida. Si quiso ser algo, apenas fue nada. Tras un par de años Ulsan, ciudad que le vio nacer como futbolista, quiso resurgir con fuerza tomando nombre en el Feyenoord de Rotterdam. Otro error. Quien un día le vendió como un buen remedio, debió de olvidar las contraindicaciones del prospecto; al chaval le faltaba velocidad para jugar como extremo y le faltaba conocimiento para jugar como delantero. El vigor y la fogosidad no son nada si el talento no acompaña. No jugó mucho en Holanda y regresó a Corea para iniciar un periplo que aún no ha culminado; Suwon Samsung Bluewings y Chunnam Dragons en su tierra, un año en Arabia Saudita después, para recalar, no hace más de una temporada, en el Omiya Ardija de la liga japonesa. Seguirá cayendo y seguirá sin ser culpable de sus derrotas.

La Real, como Lee Chun Soo, terminó en los infiernos. Hoy busca reconducirse con unos nuevos doctores y una nueva oportunidad en la fábrica de talentos que un día le catapultó hasta la gloria. Desaparecieron los venenos de las estanterías de medicamentos y se promulgó por no olvidar jamás el sabor de aquel cianuro. Saben que quien olvida su historia está condenado a repetirla.

jueves, 11 de agosto de 2011

Mili en Gijón

Durante años me sentí un joven adulto encerrado en el cuerpo de un niño al que negaban la condición de hombre. Eran años de casta hombría, de barbas ralas y cigarrillos de tabaco negro penduleando sobre la comisura del labio. Bajaba al pueblo en las fiestas de guardar y tras cada esquina siempre había un anciano o una anciana dispuesta a asaltarte para escrutarte en dos preguntas "¿Y tú de quién eres?", "¿Ya has hecho la mili?". Tras la primera respuesta, tardaban poco en dar por satisfecha con la curiosidad, pero, tras la segunda eran mayoría las veces en las que me examinaban de arriba a abajo con esa solemnidad marcial que imponen los años y sentenciaban tras sus pasos una vez te habían dejado sin decir adiós: "Pues hasta que no hagas la mili no serás un hombre".

Nunca hice la mili, por lo que aún hoy me asaltan algunas dudas acerca de si realmente terminé convirtiéndome en un hombre o estas ilusiones mías de medianoche siguen siendo el reflejo de un fantasma infantil que se niega a abandonar mi cuerpo. De igual manera, pero en busca de un vestuario donde sentirse importantes, muchos futbolistas abandonan su hogar para forjarse un nombre en cuarteles lejanos de césped recién regado, gradas llenas de recuerdos y aficionados dispuestos a examinara hasta el último paso de su instrucción. La mili, en fútbol, llega siempre en forma de cesiones.

La Masía azulgrana a abundado siempre de chicos precoces cuyo primer mandamiento se reflejaba en el trato del balón. De esta manera, cada delantero y cada defensor salido de la escuela azulgrana, guardaba siempre en el interior el alma de un centrocampista. Fueron pocos, aunque soberbios, los que alcanzaron las mieles de la gloria en el primer equipo, menos aún fueron los que sobrevivieron a la voracidad de la fama y muchos los que tuvieron que buscar cobijo en otros lugares lejos de casa.

A Gijón llegó hace un par de años un imberbe y espigado murciano que había hecho su rodaje en Barcelona y buscaba consolidarse en el Sporting. Tan gratas fueron sus aptitudes que la cesión se convirtió en compra y la promesa de un buen puñado de partidos se transformó en la realidad de un chico indiscutible e imprescindible. Alberto Botía, defensa central de profesión y alma de centrocampista en la intimidad, sabe tratar la pelota porque le enseñaron a amarla, sabe fletar el espacio aéreo porque es audaz en el salto y sabe dominar la anticipación porque conoce los secretos de la colocación. Orden, nobleza y talento. Cualidades de un chico que no hace mucho fue campeón sub 21 y que hoy escucha con ilusión los cantos de sirena.

Anoche, España jugó sin centrales. Albiol hubo de multiplicarse y Del Bosque hubo de parchear la zona con dos centrocampistas que conocen el oficio pero no han nacido para dominarlo. Quizá haya que ir pensando en renovar la zaga. Nuevos aires llegan al centro del campo (Thiago) y nuevos aires limpian de rivales la zona de ataque (Mata). Quizá sea la hora de dar alternativas en defensa y Botía parece una opción. Es joven y ya ha aprendido a ganar. La mili en Gijón le ha hecho un hombre. Ese es el gen de nuestro nuevo fútbol.

lunes, 8 de agosto de 2011

Otra vez

El ruido de los cohetes es demasiado molesto como para obviarlo. Los transatlánticos cruzan el mar y bajo sus hélices no caben botes ni tablas, no hay un iceberg que amenace la hoja de ruta y las únicas fragatas de batalla están demasiado lejos como para que el crucero tema por el fuego de los cañones. La paz se destensa, el verano no se acaba y sin embargo el ruido de los motores ya no deja lugar para el descanso. Los que aún no hemos preparado las fiestas de nuestro pueblo, tenemos que volver a soportar el ruido infernal de los vítores y fuegos artificiales de los dueños del cortijo. Ya solamente ellos se comen la tarta; solamente para ellos hay limonada.

Ya no nos dejan ni las migajas. Para el que logre subir a la cucaña y alce la supercopa al viento, serán todas las loas, las palmaditas en la espalda y los sonidos de aliento. Para el que hinque la rodilla, el título será subdimensionado, será un tropiezo permitido, una copita de anís aguado que no alcanza a la embriaguez y no suma al palmarés. Ni en esto se ponen de acuerdo; unos dirán que son motos y los otros bicicletas de paseo. Todo se mira a través del cristal del resultado.

Lo cierto es que el Madrid llega como un tiro y lo cierto es que el Barça llega señalado por las dudas. Lo cierto es que el Barça se ha ganado el derecho a que no se dude de él y lo cierto es que el Madrid se ha ganado el derecho a que se le tema. Lo cierto es que los transatlánticos vuelven a chocar, lo cierto es que ya está aquí, una vez más, la rueda de reproches, los canguelos, las declaraciones a priori, las pataletas a posteriori y las ruedas de prensa que se analizan con más detalle aún del partido.

Más allá del partido, de la supercopa y de lo anodino en que se ha convertido nuestro fútbol con esta hidra de dos cabezas que devora rivales, contratos y derechos televisivos, queda la incertidumbre de hasta qué punto será vinculante el resultado final contra el devenir de una temporada en la que solamente tendrán que superar dos molestos baches: sus enfrentamientos directos. Hay sed de sangre, hay sed de revancha, hay sed de gloria. Todo es para ellos, pero, teniendo en cuenta de que el primer paso hacia la victoria física es la victoria moral ¿Será todo para el que gane este duelo?

miércoles, 3 de agosto de 2011

Los otros goles de Iniesta

Nos ciegan tanto los flashes que tendemos a olvidar lo cotidiano. Los goles decisivos, esos que regalan gloria y aportan campeonatos, viven para siempre en el lado visible de nuestro recuerdo. Pero hay otros goles que, pese a la euforia del momento, tendemos a olvidar a medida que el tiempo dibuja sus fracasos o sus éxitos más allá de la línea del horizonte.

De Andrés Iniesta conocemos su excepcional interpretación del juego, su calidad a raudales y su mágica ubicuidad para aparecer en los momentos más oportunos. Como si de un Dios del fútbol se tratase (Carlos Martínez dixit), Iniesta apareció en dos momentos estelares para regalar dos explosiones colectivas inolvidables. El primero fue en Londres, bajo el cielo estrellado de un Stamford Bridge que ya relamía el sabor de la final de la Champions League; entonces, un zapatazo imposible besó la escuadra de Cech y los idólatras levantaron el nombre de Andrés hacia los altares. Y después fue en Johannesburgo, bajo el cielo plomizo de un Soccer City que ya se levantaba en ascuas en espera de la tanda de penaltis; entonces, un latigazo a bocajarro condenó a Holanda y situó a España en lugar más alto del olimpo.

Pero hubo otros goles. Antes de que la selección española fuese dueña y señora del fútbol mundial, hubo un tiempo en el que las dudas, las críticas y las palabras a destiempo convertían al equipo de todos en el equipo de nadie. Eran tiempos de sombra alargada y luces apagadas, tiempos en los que la eliminación en cuartos era consigna y la crítica desmesurada era caballo de batalla. En medio de esos lances, tras caer rebotados y esquilmados desde una noche alemana en la que Francia nos puso en nuestro sitio, España se jugó los cuartos, el futuro y el prestigo en dos duelos a vida o muerte ante una Islandia que, llegada del frío, había aprendido los designios de nuestro perpétuo fracaso.

En el primero de ellos, en Mallorca, la lluvia deslució un choque en el que España se enfrentó a un muro y chocó y chocó durante ochenta minutos. Diluviaba en el césped y no arreciaba el temporal en las gradas. La gente dudaba de Luis y Luis dudaba de sí mismo. No había huecos, no había espacios, no había un motivo para la esperanza. Hasta que Villa filtró un balón hacia el interior del área y Andrés Iniesta apareció donde se conjugan los hechizos y tocó el balón con su varita mágica para cruzarlo lejos del alcance de Arason. El gol supuso un alivio y la clasificación dejó de ponerse en duda. Habíamos perdido en Suecia y de dejarnos un punto en casa con Islandia, el camino por el infierno podría haber sido insoportable.



Y tras el choque de marzo llegó el de septiembre. Hacía dos días que Antonio Puerta había fallecido y toda España lloraba su tristeza. La selección viajó a Reikiavik muerta de miedo y comida por la pena. Tras el homenaje previo al jugador del Sevilla, llegó el gol de Islandia. Y tocó remar. Suecia se marchaba y Dinamarca se nos echaba encima justo antes de un duelo a vida o muerte en Aarhus. Corría el minuto ochenta y cinco y España seguía agonizando. Continuaba el uno a cero y Villa elevó un balón hacia el borde del área, Silva no llegó porque un defensor le hizo falta pero el árbitro obvió el lance porque el cuero llegó hacia Iniesta. Le bastó mover la cintura para tumbar al último central y pisar el área con ventaja. Se escurrió, pero aún así, desde el suelo, acarició el balón lo justo para introducirlo en la portería rival. Empate a uno y toda la vida por delante.



Después vino el maravillo partido en Dinamarca, la victoria ante Suecia en el Bernabéu y la clasificación final como primeros de grupo. Jugamos la Eurocopa, la ganamos y estrenamos el papel de favoritos para jugar el mundial y, de igual manera, ganarlo.

Ahora que hemos celebrado, lo hemos olvidado. Pero hubo un día en el que nadie creía en este equipo, hubo un día en el que Luis estuvo de cara al paredón y hubo un día en el que seguimos fustigando nuestras esperanzas. Durante ese tiempo hubo dos goles que aclararon el destino. Fueron de Iniesta, el mismo que tumbó a Holanda, aunque ahora casi nadie lo recuerde.