lunes, 23 de abril de 2018

Ave Fénix



En la lucha de clases, la persona que mira el mundo desde abajo se rebela contra la sociedad porque cree que está siendo privado de derechos y libertades respecto a los tipos que viven en la parte alta de la pirámide. Mientras ellos compran jueces, médicos y políticos, los pobres han de subsistir sin poder reclamar, al menos, un mínimo de atención.

Para los futbolistas que juegan en equipos pequeños, su particular lucha de clases consiste en castigar su físico y mantener su cabeza impregnada de ilusión cada fin de semana. Se trata de apretar los dientes y demostrar aún de lo que se es capaz de dar. El talento, si hay trabajo, siempre termina abriendo el camino de los sueños.

Existen varios factores que resultan determinantes a la hora de consagrar la explosión de cierto futbolista. Más allá de las aptitudes y actitudes que ya se presuponen como descontadas, el jugador debe contar con buenas referencias, agradar al entrenador de turno y tener la suerte de cara en algún momento trascendental. Pero, sobre todo, el futbolista debe encontrar su oportunidad en el momento y en el lugar oportuno. Y eso, desgraciada, o afortunadamente, no todos lo consiguen.

La vida, en los campos de barro, se ve desde otra perspectiva. Uno puede ver a sus ídolos por televisión y resignarse a creer que podría haber sido como ellos. O puede contar con el valor, la esperanza y la suerte suficiente como para concederse una segunda oportunidad. Los trenes, que normalmente sólo paran en cierta estación una sola vez en la vida, en ocasiones hacen una segunda parada y te invitan a subir a bordo. Cuando esto es así, el ansia es doble porque uno ha conocido la miseria y ya tiene poco que perder profesionalmente.

Las ligas inglesa y española son, por este orden, las que más glamour acumulan en cuanto al lujo de sus plantillas se refieren. Allí, porque el reparto ha facilitado una competición donde todos pueden competir contra todos sin complejos de inferioridad. Aquí porque existen dos transatlánticos que ocupan tres cuartas partes del puerto y el resto, en pequeñas barcas o alguna zodiac desinflada, deben apañárselas para arribar a la orilla y conseguir un pedazo de pastel en el grueso de la clasificación.

Ajenos a estos ambientes de impía competitividad, pero sin perder de vista el verdadero deseo a cumplir, crecieron Johann Berg Gudmundsson y Alex Granell. Ambos son productos del fútbol regional, aquel en el que el valor tiene más sentido que el talento y donde el instinto se agudiza a base de ser el más fuerte, correr más rápido que nadie y saber usar el cuerpo, los codos y hasta la cabeza con la pericia de un luchador. Quien ha pasado hambre conoce el verdadero valor de la comida. Quien ha pasado frío conoce el verdadero valor de un abrigo. Quien ha regresado a la ducha impregnado de barro y sangre, conoce el verdadero valor de un abrazo de gol. Es por ello que Gudmundsson y Granell juegan con el doble de intensidad que el resto de sus compañeros, porque en cada balón dividido, en cada desmarque y en cada pase vertical, rememoran aquellos días de campeonato inferior donde ganar una disputa era ganar una porción de terreno, respeto y autoridad. 

No todos tienen la ocasión de coger un segundo tren. No todos tienen la suerte de encontrar otra oportunidad a la vuelta de la esquina. No todos saben regresar a un lugar para llegar a él en el momento adecuado. Son pocos los elegidos. Menos aun los que son readmitidos en el club. Los que han estado inmersos en la lucha de clases y han regresado vivos de ella, son aquellos cuya sonrisa brilla en un plano superior al resto, porque, con su pequeña porción de gloria son más felices que el resto. Porque su mérito es el de regresar de entre los muertos, como el Ave Fénix que resurgió desde el volcán.

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