martes, 17 de abril de 2018

El penalti de Panenka

El Bohemians era el tercer equipo de la ciudad de Praga. Demasiados años a la sombra del Sparta y del Slavia como para ser considerado un equipo temido; tenía sus destellos, sus tardes de gloria y alternaba sus victorias con algunas derrotas inesperadas que siempre le trasladaban a la mitad de la tabla clasificatoria. Un clásico de la liga checoslovaca, pero no un equipo grande. Como bien apuntaba su nombre, representaba a los nostálgicos de la ciudad, a los bohemios y evocadores que soñaban con un fútbol clásico, donde la disciplina quedase más allá de la línea de cal y donde los goles se celebraran con abrazos sinceros. El más bohemio de todos era su centrocampista estrella, un tipo bajito, de anchas caderas y caminar pesaroso que flotaba por la cancha a cámara lenta y tocaba el balón con la elegancia de los artistas. Se llamaba Antonin Panenka y era un fijo en las convocatorias de la selección checoslovaca.

Checoslovaquia se enfrentó a la Unión Soviética en el duelo a doble partido de los cuartos de final de la Copa de Europa de Naciones de 1976. Aquello, tras los años de represión comunista, era más una oportunidad para la venganza que un simple partido de fútbol. La ciudad de Praga llenó el estadio en la ida y se volcó con el corazón junto al transistor mientras escuchaban la narración del partido de vuelta. Fue una dulce victoria, Checoslovaquia dejó en la cuneta al opresor y picó billete destino a Yugoslavia, lugar donde se celebrarían los últimos partidos del torneo. En realidad, aquella fue la última edición de una Eurocopa que se jugó sin una sede fija, la Uefa ya había acordado que el siguiente torneo se celebrase en Bélgica y que allí se disputaran tanto las fases de grupos como las rondas definitivas.

Vaclav Jecek, seleccionador checo, había juntado a una generación de buenos futbolistas en el orden táctico con un par de figuras en el orden técnico. Por encima de todos destacaba Panenka, un futbolista diferente que no necesitaba correr para jugar al fútbol, más que nada, porque correr lo agotaba como a un burro desentrenado. Por ello, neesitaban imperiosamente desactivar el juego de Holanda en el partido de semifinales si no querían que se convirtiese en un angustioso correcalles que terminase por desfondarles a la media hora de juego. Jecek planteó un partido físico y ordenó férreos marcajes individuales sobre Cruyff, Rep y Reensenbrinck. La desesperación holandesa se hizo patente con el paso de los minutos y tanto Neeskens como Van Hanegem fueron expulsados tras cometer sendas agresiones fruto de la frustración. El mundo futbolístico, que esperaba la reedición de la final del mundial de 1974, tuvo que ver como Checoslovaquia daba la gran sorpresa y derrotaba a Holanda bajo un aguacero monumental tras anotar dos goles en la prórroga y establecer un contundente tres a uno que no dejaba lugar a dudas.

Checoslovaquia y Panenka eran finalistas, pero Alemania, un rodillo sin compasión ni puntos débiles, era la gran favorita para hacerse con el título. La noche antes de la final Panenka conversaba con su amigo Viktor, portero del equipo nacional y compañero de habitación. Analizaban los puntos débiles del rival y bromeaban sobre alguna cuestión mundana. En la conversación salió el nombre de Maier, portero alemán. "Qué porterazo", exclamó Viktor, admirado por las cualidades de la araña del Bayern Munich. "Como haya un penalti se lo voy a tirar como tú y yo sabemos", desafió Panenka. "Ni se te ocurra", sentenció su compañero.

Y a fé que hubo penaltis. Checoslovaquia se puso dos a cero pero Alemania, siempre fiel a su estilo y a sus actos de fé, no cesó su esfuerzo hasta empatar en el último minuto. Fue un palo difícil de digerir para una selección checa exhausta después de dos prórrogas y tras haber acariciado la copa durante tantos minutos. Con el empate a dos el partido debía morir en la tanda de penaltis. Masny, Nehoda, Ondrus y Jurkemik anotaron para Checoslovaquia y Bonhof, Flohe y Bongartz lo hicieron para alemania. La tanda estaba en cuatro a tres cuando le tocó en turno al excelso Hoeness quien mandó la pelota a las nubes. Quedaba un lanzamiento y era para Panenka.

Antonin buscó a Viktor con la mirada y asintió ligeramente; había tomado una decisión. Viktor agachó la cabeza y decidió mirar al suelo, aquello era el suicio deportivo más mediático al que había asistido. Frente a Maier, Panenka colocó el balón y buscó un duelo de miradas. "Aquí estamos". Jugando en el Bohemians hubiese sido imposible enfrentarse al Bayern, hubiese sido imposible intentar anotarle un gol al mejor portero del mundo. Panenka no había anotado ningún gol en la Eurocopa, pero llevaba muchos años lanzando penaltis. Una tarde, tras un entrenamiento del Bohemians, y cansado de perder apuestas con el portero Hruska, ideó una manera de marcarle un gol desde los once metros. Se trataba de mantener la mirada, acomodar el cuerpo en un amago de lanzamiento esquinado y posteriormente tocar el balón con suavidad con el empeine. El balón se elevaba lentamente, Hruska se lanzaba hacia un lado y la pelota terminaba mansamente en gol por el centro de la portería. Era la obra de un loco. Pero Panenka era un loco feliz. Como había hecho con Hruska amagó un lanzamiento esquinado mientras desandaba la carrerilla, Maier se venció a la izquiera y en ese momento, tic, se paró el mundo. Panenka tocó el balón sutilmente, con el empeine de su bota derecha y el balón se elevó suavemente en una vaselina interminable. Igual que su juego pausado, el disparo de Panenka se dirigó a la portería a cámara lenta y el loco feliz supo que era gol antes de que la pelota besara las redes. Levantó los brazos, dio media vuelta y, en su celebración, buscó a Viktor. Sus miradas hablaron; "Estás loco", dijo el portero. "Sí", contestó él, "pero soy un loco feliz". "Siempre he entendido el fútbol como una manera de divertirme", aquella sentencia definió su personalidad y aquel penalti definió su leyenda. Panenka, que no hizo mucho más a nivel internacional, dejó un instante para la historia y una esquela para la memoria. Un penalti con denominación de origen que hizo saltar una sorpresa y alumbró el nacimiento de un mito.

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