jueves, 12 de abril de 2018

La patria por encima del ídolo

"Maradona, Nápoles te ama, pero Italia es nuestro país". Aquella pancarta, ondeando en lo alto del estadio San Paolo, le demostró a Maradona que ningún Dios es más importante que la patria. Que ningún a favor se celebra tanto como una victoria en el orgullo.

Para entender la relación entre Maradona y Nápoles habría de remitirse al sentimiento de amor más profundo. Aún hoy, casi treinta años después de su marcha, las calles siguen luciendo, inmunes, las viejas pinturas en cada mural, donde el astro conduce la pelota vestido con la camiseta celeste. El cielo, como la zamarra del equipo, luce un azul intenso mientras sigue recordando aquellas tardes donde la mejor zurda jamás vista regalaba un espectáculo impagable.

Sería duro decir que el Nápoles no era nadie antes de la llegada de Diego, pero no menos injusto sería dejar de reconocer que fue Maradona quien le hizo grande. Quien lo convirtió en importante. Sesenta años de historia y apenas un par de Copas salpicadas en un recuerdo cada vez más borroso. Sesenta años borrados de un plumazo el día que el equipo empató contra la Fiorentina y se proclamó campeón del Scudetto por primera vez en su historia. Después llegaría una nueva liga, y una nueva Copa, y una Copa de la Uefa.

Imposible no vivir en Nápoles sin amar a Maradona. Imposible no vivir en Nápoles sin sentirse ofendido por las afrentas y humillaciones que aquel norte tan elitista gustaba de practicar en la previa de cada partido. Pancartas aludiendo a la suciedad de los habitantes del sur, cánticos despreciando su cultura, celebraciones hirientes, superioridades desesperantes. Fue por ello que Maradona no solamente significó un éxito contra el fútbol, sino que significó también un éxito contra la sociedad. Él les permitió alzar la cabeza, sonreir, querer más. "Lo que se están perdiendo", apareció escrito en un cementerio el día que Maradona hizo levantarse a todo Nápoles después de destrozar a la odiada Juventus.

Por ello, el día que el fútbol enfrentó a las selecciones de Italia y Argentina, el ídolo, aupado en el ego por su poder de convocatoria, le lanzó un órdago a la ciudad y se ganó el odio irredento del resto de Italia. "A los napolitanos, en este país, los tratan como extranjeros durante trescientos sesenta y cuatro días al año y justo hoy quieren que sean italianos. Que no se dejen engañar. Yo soy napolitano los trescientos sesenta y cinco días del año". El partido, como no, iba a jugarse en San Paolo y Maradona pretendía conservar el corazón de su hinchada mientras ansiaba eliminar a la afición anfitriona.

Era el mundial de fútbol y ambas selecciones habían llevado una trayectoria de lo más distinta. Italia, con su fútbol pobre y su defensa rocosa, se había agarrado al talento en tres cuartos de Baggio y a la precisión en el área de Schillaci, y había ido pasando rondas con la solvencia de los superiores. Argentina, por su parte, daba tumbos por doquier y no sabía si agarrarse al fútbol o al milagro. Una derrota en la inauguración, una victoria discutida y un empate agónico para pasar a octavos. Un minuto de gloria ante Brasil y una tanda de penaltis, asfixiante, ante Yugoslavia. Ante semejante demostración de agonía, pocos daban un duro por Argentina ante el equipo local.

Pero el fútbol, igual que no entiende de pronósticos, entiende demasiado de talento. Argentina no tenía la afición a favor, ni un centro del campo plausible, pero tenía a Diego. Y Diego no era el de cuatro años antes, ni siquiera el que unas semanas antes había levantado la segunda liga para el Nápoles, pero seguía teniendo su zurda y aquella era un arma de destrucción masiva. Una jugada iniciada por él y un centro al primer palo le sirvió a Caniggia para empatar y una agónica prórroga donde bajó a recibir cien veces y otras tantas terminó en el suelo, permitió a los jugadores italianos irse al punto de penalti con la sensación de una oportunidad perdida. Cuando el corazón trabaja por encima de la cabeza, sólo nos queda el coraje. Goycoechea, el portero milagro del mundial, percibió el miedo de los italianos y atajó dos penaltis. Maradona, arrodillado en el estadio que tanta gloria le había dado, lloraba el pase a su segunda final de la Copa del mundo. Y Nápoles, que durante dos horas se había volcado con el azul pasional del equipo de su país, despidió a su ídolo con silencio en la garganta y ruido en las manos.

Aquella final marcó para siempre la relación de Maradona con el país que le vio crecer como un Dios pagano. Antes del partido contra la rocosa Alemania de Mathaus, el público italiano, que abarrotaba parte de la grada del olímpico de Roma, abucheó el himno argentino como forma de reprobar a Maradona la ofensa que había tenido hacia a ellos. Nunca podrían perdonar que fuese un jugador foráneo quien intentase poner en contra del país a una de sus principiales ciudades. Nápoles no fue de Maradona aquel día igual que no lo fue Roma días más tarde. Y mientras Diego mascullaba un "¡Hijos de puta!" que se clavó en el ánimo de cada uno de los italiano, sintió como, de golpe, se rompía uno de los lazos que le unían a aquel país que tanto le había entendido.

Maradona lloró la derrota y expresó su llanto mientras el capitán alemán alzaba la preciada copa al cielo de Roma. Y aquel llanto se llevó para siempre la estela de un futbolista incomparable. El jugador prefirió quedarse en un cuarto oscuro y la persona, que ya era amigo de la noche y de los capos de la camorra, decidió caer para siempre en el pozo de la lujuria. Adicto a la cocaína y con un evidente sobrepeso, el último Maradona de Nápoles fue un futbolista que deambulaba por la cancha y sólo aparecía para chutar los tiros de penalti. En 1991, después de dar positivo por consumo de cocaína, desapareció de Italia y desapareció de la élite.

Jugó en Sevilla, regresó a Boca e incluso volvió a vestir la albiceleste antes de que el sueño americano terminase de la manera más brusca posible. Uno siempre es de donde nace pero, normalmente, se siente de donde pace. Diego es buonarense hasta la muerte, argentino hasta la vida y boquense de corazón. Pero en aquel rincón de su pecho sigue latiendo la sonrisa de un tipo que aún sigue sintiéndose napolitano durante trescientos sesenta y cinco días al año.


No hay comentarios: