martes, 3 de abril de 2018

Las hienas

La hiena es un animal extraño. Como depredador es cobarde y sibilino, pues gusta de esperar agazapado a que otros le hagan el trabajo. Generalmente, disfruta del espectáculo en silencio, sin atreverse a valorar a la presa, sin embargo, en cuanto huele el tormento de la muerte, se lanza cual sediento de ansia para devorar el cadáver. Es tan malvada en la representación de su papel, que culmina su banquete con una risa histriónica que le sitúa en el escalafón más alto de los animales a despreciar.

Algunos seres humanos tienen mucho de hiena agazapada. Generalmente, ante un espectáculo que les hiere el orgullo, prefieren esperar pertrechados, lanzar su bilis de hedor hiriente y plasmar con silencios lo que en su pensamiento es odio en espera de una oportunidad. Están al acecho y cuando ven el cuerpo de su víctima desplomarse sobre el cadalso de la derrota, se lanzan cuán ávidos predadores sobre el cuerpo aún caliente, devorando cualquier atisbo de oportunidad. Desgarran vísceras, cartílagos, memoria, respeto, educación.

El entrenador de fútbol, escondido en su guarida de incertidumbre, sobrevive en su discurso gracias a la balanza de los resultados. Se puede ser simpático, dicharachero, caer bien a todo el mundo y perder un partido detrás de otro; en ese momento, te ganarás la simpatía de la gente pero caerás del trono porque lograrás la animadversión de tus aficionados. Sin embargo, puedes ser un canalla, un antipático, un quejica o un falso modesto; esa definición que tanto gusta pronunciar a quien no encuentra un motivo para la descalificación de su oponente. Si ganas, ya pueden odiarte hasta en la luna, que tu afición te adorará. Eso sí, siempre habrá una legión de hienas esperándote tras los matorrales.

Porque todo cerdo tiene su San Martín, y el fútbol no escapa a las leyes naturales. Las plantillas envejecen, las mentes se relajan, los discursos agotan. Nadie gana eternamente; si alguien tuviese en su poder el poder alquímico de conseguir la victoria de manera permanente, el deporte se hubiese ido al carajo hace tiempo. Es bueno que los ganadores pierdan, que bajen al suelo y se enfrenten al barro porque desde abajo sabrán percibir el error y encontrarán, o no, la motivación suficiente para volver a escalar hacia arriba.

El problema es que abajo hay mundo; hay insultos, hay empujones, hay reproches, y están las hienas. Esas que han estado durante mucho tiempo esperando la llegada de tu cadáver y su apetito se ha convertido en tan atroz que no están dispuestos a concederte un momento de disculpa. Te han estado odiando durante mucho tiempo, apretando los dientes con desprecio mientras tú levantabas títulos y se paseabas ufano delante de sus narices. Mascaban su ira contenida, intentaban relativizar tu éxito, quitarle importancia a tus logros, minimizar tu discurso. Tú ganabas y ellos perdían, porque en tus victorias se escondía el deseo biliar de verte herido de muerte.

Y ahora que estás abajo no piensan darte árnica. Te devoran, te resaltan los defectos, te achacan los motivos de tu fracaso e intentan emponzoñar tu presente con noticias sacadas de contexto. Le ocurrió a Guardiola el día que el Madrid conquistó el Allianz Arena con una soberana lección de contragolpe. Le está ocurriendo a Simeone desde que sus futbolistas dejaron de ser atletas y se convirtieron en señores con pantalón corto. Y las hienas se han prestado a devorar a José Mourinho ahora que han visto que, por primera vez en su carrera, sus equipos dan una vergonzante sensación de vulgaridad. 


Te perdonarán que te rías, que abraces, que sientas, que ames, que llores o que sueñes. Pero jamás te perdonarán que les ganes.

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