jueves, 22 de marzo de 2012

El Mózart del fútbol

El fútbol está lleno de historias que, de pura tristeza, se convierten en los más bellos cantos poéticos al deporte. El fútbol lo han escrito genios, tipos duros y, sobre todo, tipos valientes. Hubo un tiempo en el que los futbolistas, los ciudadanos y los soñadores creyeron poder vivir en libertad, hubo un tiempo en el que el dolor se convirtió en lágrimas, las lágrimas en miedo y el miedo en desesperanza. Hubo un tiempo en el que las calles de Viena se llenaron de gente para despedir a un tipo que desafió al orden establecido y decidió que prefería morir de pie a morir arrodillado.

La historia del mejor jugador austriaco se escribe con números, con palabras y con hechos. Matthias Sindelar vistió durante cuarenta y cuatro ocasiones la camiseta blanca de la selección de Austria y anotó veintisiete goles, se levantó en un discurso temerario contra las imposiciones nazis y se escondió entre callejones para escapar del horror cuando Hitler había puesto precio a su cabeza.

Allí, en la clandestinidad, y abrazado a quien sería su gran amor, Camila Castagnola, tuvo tiempo de mirar atrás y rememorar los días en los que fraguó su genio en las calles del barrio judío de Viena. Allí, entre latas, piedras y barro, jugaba a sortear amigos con una pelota de trapo. Eran tan asombrosos sus regates que le apodaron "hombre de papel"; era como si un papel, conducido por el viento, se filtrase entre las piernas de los rivales que jugaban con él a soñar en grande cada domingo de descampado. Eran días felices, de infancia e inocencia, de hambre y sudor, de pasión e incertidumbre. Fueron los días en los que se convirtió en futbolista. En un maravilloso futbolista.

Y pudo rememorar aquel día en el que les reunieron a todos por última vez y les dieron la camiseta de la selección nacional. La consigna era clara: "Este partido lo debemos perder". No podían anotar ni un solo gol. El Führer lo observaría todo desde el palco y no tenían motivos para disgustarle. Aquello debía ser una demostración más de la superioridad alemana sobre el resto de Europa. Austria ya no era Austria, sino una provincia alemana, la Marca Oriental, y, por lo tanto, todos sus ciudadanos le pertenecían, incluido los futbolistas y, por ello, antes de que cambiaran de escudo y aprendiesen a saludar con el brazo en alto, se les concedió el honor de un último partido ante los nuevos dueños de su destino. Pero Sindelar se lo tomó en serio. Tras una primera parte en la que se dedicó a humillar a cuantos alemanes se cruzaban en su camino, decidió tomar la directa con el pitido que daba comienzo al segundo acto y tornó las filigranas en arte competitivo. A los cinco minutos le sirvió en bandeja el uno a cero a su compañero Karl Sesta y cinco minutos después fue él mismo quien sentenció el partido con un gol de museo. Su reacción posterior quedó como símbolo imperecedero grabado en el recuerdo de quienes jugaron aquel partido y reflejado para siempre en los libros de historia. Matthias Sindelar, el hombre de papel, se acercó a la línea de cal, desafió a Hitler con la mirada y bailó un vals. El último vals.

Cuando, abrazado a su amada Camila, rememoró aquel instante, no pudo evitar una penúltima sonrisa de satisfacción. El monóxido de carbono invadía la estancia y, mientras se fundía en un dulce sueño camino a la eternidad, volvió a repasar su vida y se sintió orgulloso de no tener que arrepentirse de nada. Había sido el niño prodigio que murió como un héroe, un hombre de papel que fue Mozart del fútbol debido a su precocidad y talento. Había debutado con quince años en la primera división austriaca y con dieciséis ya marcaba goles con la selección nacional. Fue miembro estelar del Wunderteam de Hugo Meisl, probablemente el primer precursor de la inmortal escuela de buen fútbol que ha desembocado en la actual selección española, y fue el único hombre capaz de sacar a Austria de su letargo y su subordinación. El día de su entierro, cuarenta mil paisanos acompañaron su cortejo fúnebre por las calles de Viena. Ni los nazis pudieron evitar aquella marea humana de dolor y respeto.

En el estadio del Austria Viena aún quedan recuerdos de su pasado; alguna placa, algún busto y las palabras de los últimos aficionados vivos que le vieron jugar. Ellos recuerdan la fantasía de sus primeros días y el valor de sus últimas decisiones. Sindelar fue el hombre que se burló de Hitler y a cuya cabeza pusieron un alto precio. En lo que no se ponen de acuerdo es en el motivo de su muerte; los románticos creen que prefirió el sucidio antes que la abdicación, los desconfiados piensan que un compañero le delató y le asfixiaron a traición, y los más realistas piensan que le asesinaron a sangre fría y escondieron el verdadero motivo de la muerte para disfrazarla de accidente. Solamente así pudieron darle un funeral con honores. El último día en el que los judíos de Viena salieron a la calle antes de verse forzados a caminar en masa hacia los campos de concentración que simbolizaron el holocausto nazi. Sindelar murió antes de verse hacinado en un campo de exterminio, pero la suya fue la primera de muchas muertes injustas. Conviene recordar la historia de estos hombres porque conocer los errores del pasado ayuda a convencerse de que no debemos repetirlos.

1 comentario:

futbollium dijo...

Que lástima aquel periodo de guerra que se llevó por delante a grandes jugadores .

Un saludo