lunes, 30 de octubre de 2017

El equipo del mejor

La involución, en el fútbol, no está reñida con el resultado. Más allá del estilo, existen matices singulares que convierten un proceso en un intento y un mecanismo en un juego de memoria. La distinción, más allá de la intención, la aporta el futbolista. Uno puede querer jugar a gustar y se tiene que conformar con el pragmatismo; otros, sin embargo, van muriendo de inanición propositiva mientras siguen buscando la pelota en el pie del equipo rival. Existen infinidad de estilos y propuestas, pero, por el contrario, existen muy pocos jugadores únicos. 

Cuando el Barça perdió a Xavi, perdió una manera diferente de mirarle al mundo a los ojos. Perdió la distinción, perdió la elegancia y, perdió, por encima de todo, la exquisitez de un estilo que le convirtió en modelo a imitar, e incluso a envidiar, por el resto de equipos del mundo. Cuando perdió a Neymar perdió algo intangible que va más allá de la distinción; perdió el canapé de caviar en el cocktail, el toque de distinción que separaba la magia de la monotonía, la arrancada furtiva en lugares de impía necesidad, la burla futbolística sobre un rival domesticado.

 Sin la exquisitez y sin la magia, el Barça se ha visto obligado en convertirse en un equipo cada vez más académico. Iniesta va cumpliendo años y, aunque sigue sabiendo jugar como los ángeles, ha perdido reflejos a la hora de poner en marcha el mecanismo del instinto. Busquets sigue siendo un eje fiable y Rakitic es un peón incuestionable; pero más allá de las intenciones, queda un bonito recuerdo y el aura de unos grandes resultados conseguidos merced a la recuperación de la solidaridad defensiva y, sobre todo, al mantenimiento de Messi en el equipo por encima de todas las circunstancias.

 Más allá del fútbol, de la propuesta y de la constatación, Messi es la prueba viviente de que para ser el mejor hace falta jugar como el mejor. Mira atrás y ya no encuentra la complicidad de Xavi para dibujar un pasillo de profundidad. Mira hacia delante y ya no encuentra la bota de Neymar pegada a la cal, presta a ofrecer un auxilio y desalojar tres fantasmas de un plumazo. Pero él sigue manteniendo la mirada periférica y la cabeza fría. Juega, asiste, apoya, drible, ve, escucha y hace funcionar una máquina cada vez más desengrasada. Y por encima de todo decide. Decide porque así lo quiere, porque pisa el área como un delantero, porque gana la línea de fondo como un extremo, porque maneja los tiempos como un centrocampista. A falta de juego, a falta de velocidad, a falta de un estilo que les vuelva a encumbrar en la cima de la envidia ajena, el Barça se ha convertido en Messi y diez más, y todos parecen sentirse tan cómodos en el rol, que a nadie le extraña comprobar como el equipo de todos se ha convertido en el equipo de uno. En el equipo del mejor.

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