miércoles, 3 de mayo de 2017

El chico que dio la puntilla

Las instantáneas eternas son aquellas que quedan reflejadas en la memoria colectiva. Son esas señas de identidad que definen a ciertas personas y detallan el sentimiento de ciertos personajes. Son esos momentos esotéricos a los que la gente se apunta y gusta de decir "yo estuve allí" porque muchas veces la historia es irrepetible y no da una segunda oportunidad de volver a sentirla.

Los gestos más icónicos, por conceptuales, son aquellos que pasan el tamiz del tiempo y se colectivizan en la liturgia. El primer conato de arrebato lo arrancó Piqué desde el sentimiento el día que levanto la mano al cielo y le dijo a la afición rival que sí, que lo habían vuelto a conseguir y habían vuelto a anotarle cinco goles que dolían como cinco puñales en el corazón del madridismo. Desde entonces hasta aquí, el Madrid aprendió a combatirle al Barça cerrándole los espacios y Piqué tuvo que buscar en las redes sociales su lugar común para deshojar las margaritas sentimentales. Pero de aquel día, más allá del baño memorable y la palma de la mano girando sobre una muñeca encendida, quedó la imagen de un chico en carrera frenética contra el córner celebrando lo que sería, a la postre, su última gran aparición a nivel internacional.

Jeffren Suárez era un niño de ascendencia venezolana que había aprendido a jugar al balón en un descampado de las Islas Canarias. Asombrados por su velocidad y su finísimo regate, los ojeadores de los grandes equipos de la liga no tardaron en tender sus redes pero finalmente fue el Barcelona quien pescó en río revuelto. En la Masía fue quemando etapas hasta asentarse como titular en el equipo filial. Fue entonces cuando le llegó la gran oportunidad. En un equipo cuyo mecanismo funcionaba con la precisión de un reloj suízo, la aparición de cualquier extremo rápido y con sentido del juego era acogida con cariño por el resto del plantel porque la consigna seguía siendo la misma. Los laterales apretaban, el mediocentro iniciaba y los interiores ponían la pelota en el lugar exacto. Alves, Xavi, Busquets, Iniesta y Abidal. Cinco tipos con cerebro de director y pies de artista que empujaban al equipo rival hasta ponerlo de espalda a su propia portería. Como un grupo condenado ante el pelotón de fusilamiento.

 La sublimación de aquel equipo se finalizó el día que le anotaron cinco goles a su máximo rival y consiguieron dejar a Mourinho con la boca cerrada y las ganas de vengarse bien sujetas en la solapa. Aquella noche, mientras el público jaleaba su entusiasmo ante el soberbio recital de fútbol, Guardiola dio entrada a Jeffren para hacerle partícipe de una fiesta con muy pocos precedentes. El chico, ansioso por agradar y ávido por sumarse al festín, encontró el área en un desmarque de ruptura y vació el quinto gol contra las mallas de un Casillas que, durante horas, hubo de quedarse cariacontecido mientras intentaba analizar los errores que le habían llevado a una de sus peores noches como guardameta.

Aquel estruendo en el Camp Nou fue silenciándose en la memoria de Jeffren a medida que tiempo fue siendo cruel carcelero de sus ilusiones. Buscó una salida para tomar empuje y creyó que en Lisboa todos le adorarían como la perla azulgrana que, realmente, jamás consiguió ser. Allí había vivido a la sombra de Pedro y aquí habría de vivir ante la sombra de su propio pasado. Terminó decepcionando tanto que buscó una cesión en el Valladolid y en Pucela volvió a visitar el fondo del pozo y soñando más con vivir que con triunfar del fútbol busca su penúltima salida en la segunda división belga. Los designios
son así de duros; un día estás en la punta del iceberg y cuando quieres despertar te has hundido con todos tus sueños. A Jeffren le quedará el regusto eterno de haberse sabido protagonista ante los ojos del mundo de una de las noches más mágicas en la historia reciente del fútbol.




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