martes, 4 de abril de 2017

La victoria del cruyffismo

El Barça ha sido durante muchos años un club a la deriva, rodeado de una masa social con un pesimismo recalcitrante y con tantos complejos que no era capaz de mirar hacia el frente y buscar las ciento una oportunidades que tenía frente a sus ojos. En sus dos mayores agonías, un tipo huesudo, de mirada intuitiva y andares chulescos llegó a la ciudad para salvar la catástrofe. Primero llegó como jugador y abrió los ojos al aficionado. La segunda vez lo hizo como entrenador e instauró un monumento en el Camp Nou. Porque aquella manera de jugar el fútbol se convirtió en una patente tan particular que, durante años, no hubo equipo capaz de imitar el estilo.

La revolución iniciada por Cruyff se explica mejor desde la derrota que desde la victoria. Hoy todos los clásicos mencionan al Ajax de los setenta y el cero a cinco en el Bernabéu como los principales puntos de inflexión del fútbol en general, primero y, segundo, del Barcelona en particular. Pero el camino se inicia el mismo día que Alemania le gana la final de la Copa del Mundo a Holanda y el planeta termina de soñar con utopías.

El modelo de fútbol total holandés fue engullido por un grupo de alemanes que, justo ese año, empezaron a dominar la Copa de Europa. En el setenta y ocho, la aguerrida argentina volvió a vencer a Holanda justo en el momento en el que el fútbol británico, tan directo y emocional, empezó a dominar el continente. Cuando la década de los ochenta llegaba a su fin, y los equipos italianos se habían apoderado del fútbol convirtiéndolo en un aburrido ejercicio sin lugar a la improvisación, no quedaba ningún vestigio de aquella revolución que había comenzado en Amsterdam un par de décadas antes.

Para entender el Cruyffismo, habremos de situarnos en una de las fechas claves de la historia del fútbol moderno. Una simple final de Copa podría haberlo cambiado todo. El presidente Núñez había llegado a un acuerdo para el regreso de Venables y la cabeza de Cruyff, ya entrenador del Barcelona, pedía del hilo del resultado. Una derrota en aquel partido contra el Madrid, y el holandés regresaría a casa como un loco iluminado que fracasó en el intento. Y aquel no era un Madrid cualquiera, era el mismo equipo que había arrasado en la liga anotando ciento siete goles e igualando el récord de cinco ligas ganadas de manera consecutiva. Prácticamente invencible en España.

El resultado final de aquel partido ha quedado en el tiempo como una mera anécdota comparado con las consecuencias del mismo. El Barcelona no solamente ganó un título, sino que ganó un estilo. Cruyff se mantuvo en el banquillo e impuso un magisterio que aún, a día de hoy, impera en el libro de estilo del Fútbol Club Barcelona. Un estilo al que agarrarse en los malos momentos, un estilo que pasa por la circulación del balón, la apertura del campo y la presión alta. Un estilo que ha convertido al Barça en el club más reconocible a nivel mundial.

Pero el camino hacia la excelencia no fue fácil. Mientras el Barça plasmaba en el césped una manera de ver el fútbol menos superficial de lo que estábamos acostumbrados a ver, en las grandes competiciones, los rudos alemanes y los precavidos italianos seguían dominando el fútbol. Para colmo de males, el tradicionalmente exquisito Brasil vulgarizó su juego y aquel paso atrás le sirvió para ganar su cuarto campeonato mundial. Como para no creer en el juego de precaución y choque. Mientras Barcelona se convertía en la aldea de Astérix, el fútbol mundial viraba hacia un lugar muy efectivo pero mucho más antipático.

El equilibrio, ese grial tan deseado por miles de entrenadores a lo largo de la historia, para Cruyff significaba tener la pelota. Para ello, apostó por un tipo de jugador que estaba en las antípodas de lo moderno. El tipo pequeño, liviano, con el centro de gravedad bajo que utilizaba la cabeza antes que el cuerpo y ejecutaba lo que le pedía la inteligencia antes de lo que le pedía el corazón. Todo era cuestión de pensar. De saber pensar.

Bajo la premisa de la técnica y la inteligencia antes que el físico, llegaron a la Masía chicos como Iniesta, Cesc o Messi. Pero antes que ellos ya había llegado Xavi. Xavi era, sin saberlo, el más cruyffista de todos los futbolistas. Su batalla, como la de Cruyff, fue la más dura de librar. Cuando subió al primer equipo, el reinado de Guardiola languidecía y todos le señalaron como el nuevo cacique del centro del campo. Con unas condiciones técnicas más dotadas para la libertad que para la sujeción, Xavi sufrió en sus carnes la ira de los predicadores. Ni tenía el físico ni las condiciones para jugar como pivote y, sin embargo, en cada partido se dejaba el alma, daba un clínic con la pelota e intentaba esconder sus defectos con una mal entendida capacidad de sufrimiento.

Las entreguerras nunca fueron un periodo fructífero para el Barça, pero terminan siendo positivas porque le obligan a mirar atrás. Y atrás está Cruyff. Está el estilo. Y Xavi era el alma de ese estilo. Entenderlo solamente era cuestión de encontrar a la persona adecuada. Rijkaard dotó al Barça de ese equilibrio cruyffista del que adoleció durante un lustro e hizo regresar el fútbol por la puerta grande al Camp Nou. Lo que reinició Rijkaard lo sublimizó Guardiola y raramente se hubiese entendido dicha sublimación sin la presencia en el equipo del pequeño Xavi Hernández.

La revolución de los pequeños condujo a la selección española a un cambio de estilo y mentalidad. Dirigidos por el ya consagrado Xavi, una maravillosa sinfonía integrada por tipos antes improbables como Iniesta, Cesc, Cazorla, Mata, Pedro, Silva y Navas, entre otros, consiguieron hacer realidad los sueños imposibles del aficionado español. España no solamente fue campeona de Europa y del mundo, lo fue con un fútbol tan espectacular que enseñó al resto del mundo que aquello que pintaban como una bicoca; lo de jugar bien y ganar, era posible.

Esa España no hubiese sido posible sin Cruyff. Él sentó las bases de un fútbol que, aunque nos parecía quimérico, se convirtió en una seña de identidad. Primero en Barcelona, después en España y, seguidamente, en el resto del mundo. Cuando Alemania perdió frente a España la final de la Eurocopa de 2008, Joachim Low supo que aquel era el estilo a imitar. Durante años el fútbol se había empeñado en el choque y continuación. Un estilo muy respetable. Hubo entrenadores que quisieron imponer la belleza, pero se dieron de golpe contra el pragmatismo. Les llamaban soñadores y románticos. Como si soñar con el romanticismo fuese pecado. Pero cuando los profetas de lo aburrido dejaron de ganar, volvieron la vista hacia lo bello y cayeron en la cuenta de que la funcionalidad no debía estar reñida con la estética.

Entonces, la Alemania que durante años había vivido de la segunda jugada, la que competía cada parcela del centro del campo con un puñado de músculo, la que anotaba un gol tras cada bostezo, la que había ganado a Holanda la final de 1974, se convirtió en campeón del mundo tratando la pelota como si fuese un tesoro, dejando para la historia un uno a siete a Brasil en su propia casa que se convertirá, por derecho, en uno de los tesoros de la Copa del mundo. Díganme ustedes si eso no es una victoria del Cruyffismo.

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