jueves, 19 de octubre de 2017

Chus

La clase, ese respeto hacia la pelota que vive entre el empeine y el dedo, corresponde a los tipos que nacen con la calidad bajo el brazo. Esa manera de pegarle, templado, suave, buscando las telarañas, esa manera de pasar el balón al compañero, tocando música, silbando al aire, recitando a ras de césped. Había un tipo que jugaba andando y pensaba corriendo; sus pases, casi a cámara lenta, hacían moverse al equipo de costado a costado, y sus lanzamientos de falta, por contener melodías de seducción, eran un pasaporte permanente hacia el país de los deseos cumplidos. Castellano de nacimiento, castizo de adopción, aprendió la alta competición con una camiseta azulgrana que le tejieron demasiado grande. Cuando regresó a Madrid, casi de vuelta, era más futbolista y mejor pensador. Impartió cátedra y arropó a una hornada de chicos que crecieron a su lado. Cuando la idiosincrasia del club explotó en mil pedazos, le quisieron cargar un muerto que no le correspondía. Terminó despedido y vilipendiado por obra y arte del tipo que mató la esencia de un club que se había forjado desde la pasión. Pero sobre el césped del Calderón, por más que los millones podridos de Gil intentasen tapar el grueso de sus errores, muchos aficionados de bota de vino y bocata de jamón, seguían añorando el temple y la clase de Jesús Landáburu.


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