lunes, 20 de junio de 2016

Pichichis: Isidro Lángara

Aún quedaba algún ciudadano de la vieja Buenos Aires, vecino de Almagro, que levantaba la cabeza extrañado cuando observaba a cientos de inmigrantes españoles caminando rumbo al estadio de San Lorenzo. Todos acudían en masa para ver al vasco. Ese hombre espigado y de mirada ladina que había decidido quedarse en América cuando en su España natal se había pronunciado el parte de la victoria. Eran tiempos difíciles, el chico había salido de España durante la guerra, junto a muchos otros compañeros futbolistas y ahora temía volver. Temía por su vida.

Para Isidro Lángara, Argentina era su segunda parada. Su estancia en México ya había sido exitosa. Aquel grupo de amigos vascos se habían asentado en la capital mexicana tras cruzar el charco y habían conseguido formar un equipo para jugar en la liga local. Era el Euskadi Club de Fútbol. Habían quedado segundos y él había anota una veinta de goles. Una barbaridad para un campeonato tan corto. Alguien, en Buenos Aires, le habló de él al presidente de San Lorenzo y fletaron un barco para ir a buscarle. Pero aquellos no habían sido sus primeros goles. El suyo, con el gol, era un idilio que había tocado techo vistiendo la camiseta azul del Oviedo, esa ciudad que, con los años, le sigue rindiendo tributo en forma de recuerdo inmortal.

Con tal intensidad brillaba su aureola en la capital asturiana que, cuando regresó, por fin, en 1946, lo hizo en loor de multitudes. Volvía el hijo pródigo y las calles se llenaron para recibir al héroe de la preguerra. El hermano de un ministro del gobierno le había pedido, en una comida nacional, que interpelase ante el Franco para que Lángara pudiera regresar a España sin represalias. La orden se firmó con los dientes prietos y la ciudad lo entendió como un gesto de buena voluntad. El ministro y su hermano, que eran ovetenses, presidieron el cortejo de bienvenida y en el estadio del equipo se vistió de corto, una vez más, el tipo que tantas veces les hizo soñar.

Cuando aún no se había formado la liga de fútbol, el Oviedo ganó hasta en cinco ocasiones el campeonato de Asturias con Lángara como principal estrella. Su abanico de remates era inmenso y sus recursos en el área interminables. Se generó la liga y el Oviedo quedó encuadrado en la segunda división. Allí permaneció tres años y Lángara hizo tantos goles que se ganó la llamada de la selección absoluta. Allí dejó cifras aún no igualadas; diecisiete goles en doce internacionalidades. Una media imposible de superar en los tiempos modernos.

Cuando debuta, por fin, en primera, es un ciclón. Se convierte en máximo goleador de la categoría durante tres campañas consecutivas y, gracias a sus goles, el Oviedo se acomoda en los puestos altos de la tabla. Es el primer jugador en anotar un triplete en tres jornadas consecutivas, un hito que repetirá en dos ocasiones, los estadios se llenan para verle y en Oviedo no queda ni una entrada por vender. Cada partido merece la pena.

Con ese recuerdo regresó Lángara a Oviedo, pero habían pasado diez años desde su último partido y la edad no le permitía regresar al descaro de la juventud. Fue otro Lángara, más sabio, más astuto, pero más pesado. Había perdido velocidad y, aunque dejó un puñado de goles, su intento por regresar a la selección española se vio truncado con la llegada de Telmo Zarra al combinado nacional. Fueron dos años buenos, pero no espectaculares. Tras aquello, preso de su deseo de seguir disfrutando, regresó a México y despidió a Oviedo entre lágrimas. Allí le esperaban con los brazos abiertos y allí encontró su retiro dorado. Colgó las botas, se convirtió en entrenador y el fútbol perdió un goleador para ganar un sabio.

Los viejos hinchas de San Lorenzo aún recuerdan el día que vieron debutar a Lángara. Los niños de entonces son hoy ancianos de vivo recuerdo y huesos entumecidos. Les dijeron que en aquel barco que arribaba a puerto llegaba un vasco que hacía goles como rosquillas. Muchos le siguieron hasta Almagro. Aquella tarde, El Cuervo jugaba contra River. Al vasco le habían inscrito pero había llegado demasiado tarde para poder jugar. O eso creían. Se vistió de corto, saltó al campo y en veinte minutos hizo cuatro goles. Cuando salió entre aplausos, todos sabían que habían fichado a un tipo inmortal.

Aquel fue el techo de su aventura americana porque San Lorenzo era un equipo grande, con aspiraciones y con una gran masa social que le adoraba. Un techo que él creia haber alcanzado ya cuando había fichado por el Real Club España de México. Con este equipo ganaría los que serían sus únicos títulos. Un palmarés muy ralo para un tipo tan imborrable. Aunque es cierto que cuando se deja huella en los corazones, los títulos, en muchas ocasiones, solo son premios añadidos a la satisfacción.

Podía haber ganado más. Concretamente, podía haber alcanzado la gloria más absoluta. En su mejor momento viajó a Italia para disputar el mundial con la selección española. Tras un duro enfrentamiento contra el anfitrión, cayó lesionado y no pudo disputar el partido de desempate. Los que vieron aquello saben que fue un asalto a mano armada. El árbitro permitió una masacre y el parte de guerra dejó tantos heridos que España no supo afontar en condiciones el encuentro de repetición. Ganó Italia y los españoles regresaron llorando a casa sabiendo que se les había escapado la mayor oportunidad para tocar el cielo. Lo que no sabían es que lo que verdaderamente les esperaba era el infierno.

En julio de 1936 el ejército toma las cortes y se inicia una cruenta guerra entre hermanos que dividió a España en dos. Los futbolistas, en mitad del conflicto, hubieron de tomar partido por una de las dos facciones. Lángara regresó a su país vasco natal y, aunque en un principio luchó junto al ejército republicano, fue captado por una selección de jugadores para cruzar la frontera y jugar partidos amistosos en pos de reivindicar su soberanía. La selección de Euskadi llegó a París el veinticinco de abril de 1937 y un día después fueron alertados de una tragedia sin precedentes. La aviación del bando nacional había bombardeado Guernica hasta reducirla en escombros. Muchos lloraron de dolor. Muchos más de impotencia. Y todos juraron luchar por sus ideas más allá de una España que se desquebrajaba cubierta en sangre y lágrimas.

Llorar por Euskadi le dolió en el corazón. Él era un asturiano de adopción futbolística, pero su alma era vasca porque había nacido allí y allí había pasado su infancia. Cuando al presidente Carlos Tartiere, alma del Oviedo de preguerra, le hablaron de aquel muchacho de Pasajes, viajó para verlo golear. Pagó diez mil pesetas como compensación por el fichaje y se lo llevó bajo el brazo camino de Oviedo. Allí jugó durante casi diez años divididos en dos etapas. Entre todos, jugó más de un centenar de partidos y marcó ciento veintisiete goles. Los que le recordaron durante toda su vida aseguraron que había sido el mejor delantero español de la historia.

Durante la disputa del mundial de 1934, aquel en el que terminaría lesionado por la agresividad del combinado italiano y la permisividad del árbitro, la gente hablaba maravillas de un delantero brasileño llamado Leónidas. Aquel genio que había goleado con hermosura en las rondas previas, provocó un alboroto en el país transalpino. La gente acudió al campo a verle jugar en el partido de octavos de final frente a una España casi desconocida. Habían ido a ver a Leónidas y terminaron sorprendidos por la variedad de Lángara en el remate. Dos goles y Brasil en la lona. Podía haber esperado más gloria, pero las circunstancias, siempre las circunstancias, volvieron a interponerse en su camino.

Cuando arribó a puerto, en la lejana Buenos Aires, antes de aquel recital ante River, equipo ante el que mostró especial saña goleadora, la gente desconocía la procedencia de aquel espigado vasco, pese a que ya había sido máximo goleador en España y en México. Terminada la temporada, y conseguido el hito de convertirse en máximo artillero en tres campeonatos diferentes, la gente terminó rendida a sus pies y la afición de San Lorenzo, abnegada ante su talento, le susurraba cánticos de sirena en pos de conseguir que jamás se alejase de su orilla.

Pero al lugar qué el añoraba no podía regresar. Había desplantado a Franco huyendo de españa para enrolarse en un equipo de claro carácter republicano. Había desplantado ya a Mussolini cuando no habían levantado el brazo en honor al himno italiano en el ya tan recordado mundial. Había desplantado a tantos porteros que no eran pocas las aficiones que deseaban no tenerle como contrario. Pero nunca se desplantó a sí mismo ni a sus principios.

Desde que debutara en primera división con el Oviedo, había salido máximo goleador en seis temporadas diferentes y con tres equipos distintos. Anotó veintisiete, veintisés y veintisiete goles en sus tres primeras temporadas en la máxima categoría. Fue máximo goleador en México con treinta y tres. Y anotó veintisiete y cuarenta goles las dos temporadas que fue máximo artillero de la liga argentina. Números de auténtico depredador. La anticipación de aquellos hombres que, con el tiempo, se conocieron como cracks.

Los hombres de honor necesitan un obstáculo para demostrar su valor, necesitan de la épica para entrar en la historia y necesitan de la admiración general para convertirse en leyenda. La historia del fútbol español está repleta de grandes goleadores, pero siempre habrá uno que fue el primero de todos. Isidro Lángara no fue un goleador cualquiera, fue el primer tipo, junto a Zamora, que puso a España en el mapa. El primer hombre de honor en perder una guerra contra el fascismo y ganar una guerra contra la palabra. Ganador de su propia guerra, se mantuvo en la élite mientras pudo y en los corazones de quienes le recordaron mientras duraron sus historias.

Aún hoy, algún viejo anciano de Buenos Aires, le comenta a su nieto que hubo un día en el que los inmigrantes españoles acudían al barrio de Almagro para ver golear al vasco. La inmortalidad se gana así, de boca en boca. De generación en generación.

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