martes, 6 de marzo de 2018

El chico de los cinco mil millones

Como en el sueño de una noche de verano, los béticos despertaron alborozados. El chico de los cinco mil millones prometía espectáculo y despertaba ilusiones. El chico de los cinco mil millones tenía una pierna izquierda de oro y conducía el balón como los artistas de salón. En su repertorio cabían la magia y el atrevimiento, en sus condiciones se adivinaban las alegres causas que habían convertido a Brasil en capital del fútbol.

Pero el chico era disperso, demasiado alegre para un fútbol tan serio y, sobre todo, demasiado alegre para una ciudad tan despierta. Le conoció la noche y la noche le embrujó. Sevilla tiene un color especial; es canela al mediodía y azahar a media noche. Sevilla es embrujo y amago, un ritual y un beso, una canción y un paso hacia la gloria. Pero de la gloria al abismo hay un paso. El chico de los cinco mil millones comenzó a sentir el peso de su valor sobre el costado y el número dieciséis cada vez pesaba más; cada vez se parecía más a una promesa incumplida.

Dejó algún reguero de pólvora sobre la garganta encendida del Villamarín, dejó algún lienzo de exposición sobre el tapete verde; alguna filigrana, algún vestigio de poder, alguna promesa cumplida. Pero el saldo no le fue positivo. Se terminó marchando por la puerta de atrás y los que auguraban puerta grande dejaron que terminase sus días en la enfermería; aniquilado por las cornadas mediáticas y retirado por las críticas irascibles. Incomprendido y desligado, el chico de los cinco mil millones terminó buscando fortuna en sus orígenes y en sus vueltas por el mundo cuentan que alguien le volvió a ver sonreír. Era la sonrisa de un funambulista con una mirada pintada de nostalgia. El chico echaba de menos el fútbol de salón pero, sobre todo, echaba de menos el embrujo de una noche que le cautivó para siempre.

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