lunes, 12 de marzo de 2018

El cabezazo imposible



La gloria, aunque efímera, nos termina esperando a todos a la vuelta de cualquier esquina. La fortuna, aunque esquiva en mil ocasiones, siempre tiene guardado un momento en el cajón de las sorpresas. La fama, aunque subordinada al exceso cuando es superlativa, se nos suele presentar como un caramelo sin abrir, pero siempre tiene un lugar guardado en el corazón del tiempo. Los héroes se forjan con el tiempo y, gracias a su trabajo y constancia, terminan encontrando la inmortalidad en un momento concreto.


Cuando Inglaterra anotó el dos a cero, el inmortal Helmut Schoen pensó en Uwe Seeler como conjuro ideal para iniciar una remontada a la desesperada. El previsible juego alemán se hizo aún más autóctono gracias a la presencia del hosco delantero del Hamburgo. Cada balón largo era ganado para la prolongación, cada pelota cruzada era devuelta de frente por la testa del eterno número nueve.


Uwe Seeler no fue el tipo más triunfador del mundo en cuanto a títulos aunque sí lo hizo en cuanto a cariño. En veinte años de carrera, apenas ganó una liga y una copa, pero nadie olvidó que, durante los peores años de travesía, el delantero había sostenido a la selección alemana gracias a su entrega y sus goles. En Hamburgo era un semidiós, y en Alemania era un hijo pródigo. Profesionalidad y goles. Y entrega. Para ser querido hace falta mucho más que talento.


Seeler sabía que, en algún momento, la inmortalidad le esperaría detrás de alguna esquina. Fue aquel día de desesperadas circunstancias. El partido agonizaba, el calor apretaba, las fuerzas faltaban y una última pelota al corazón del área fue buscada con el corazón y, como no, con la cabeza. El portero Bonetti, que había confiado en sus aptitudes, calculó mal la distancia y, cuando un segundo más tarde quiso darse cuenta de su error, se encontró al pequeño delantero alemán celebrando su entrada en el salón de la fama.

Fue un remate atípico. Un escorzo forzado, de espaldas a la portería, como si el tipo que ya había rematado mil veces de cabeza, supiese que disfrutaba de un par de ojos en la nuca. Un cogotazo sin mirar que se coló en el ángulo opuesto. Un segundo de gloria que aún se recuerda como inmortal. El partido fue a la prórroga y Alemania lo ganó con un gol del sempiterno Muller. Dio igual, para la perífrasis popular, aquel partido lo ganó, y lo sigue ganando, el cabezazo imposible de Uwe Seeler.

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