lunes, 7 de mayo de 2018

Necesidad de empatar


A menudo nos dejamos deslumbrar tanto por los flashes que acabamos ciegos por la emoción. Nos
cuesta tanto ejercer la coherencia que no dudamos en lanzarnos a la piscina de la opinión desnaturalizada; vemos algo, lo queremos y, si nos gusta, lo situamos por encima del bien y del mal.

Cuando Oliver Torres apareció en escena hace varios veranos en el europeo que España le ganó a Grecia en la exhibición ofensiva de Jesé, Deulofeu y Alcácer, la prensa, tan dada a la comparación cuando el verano no ofrece mucha tela que cortar, se precipitó a bautizar al chico como el nuevo Xavi. Las comparaciones, tan odiosas en la mayoría de las ocasiones, tiene implícito el peligro de etiquetar a alguien como algo que, ni es, ni jamás será.

Oliver Torres no es Xavi Hernández. Ni lo es, ni lo será. Tiene muchos cocidos por comer, muchos partidos que empatar y muchos pases de gol por emplastar. A pesar de ello, a muchos les bastó tres detalles en tres partidos intrascendentes para proclamar al chico como el adalid del fútbol moderno.

Se escucharon voces que pidieron un lugar para Oliver en la selección española, otros dijeron que había hecho olvidar a Arda cuando el turco se marchó a Barcelona y algunos, los más osados, comentaron que sería el faro del equipo durante la próxima década. No había lugar a dudas de que el chaval tenía unas condiciones futbolísticas extraordinarias, pero más allá de la promesa, la realidad es que Oliver no había jugado más de tres partidos como titular en el Atlético de Madrid.

La paciencia es una incómoda enemiga para un mundo que vive a mil por hora. A muchos futbolistas, por no aportar goles ni carreras deslumbrantes, se les pide el doble que a otros que no aportan ni la mitad. Resulta imposible olvidar casos como los de Xavi y Pirlo, probablemente los dos mejores centrocampistas de lo que va de siglo y que, sin embargo, hubieron de enfrentarse a la impaciencia y a la feroz crítica que los situó en el disparadero de la duda. No fue hasta su madurez cuando pudieron demostrar que el fútbol, más allá de las piernas, vive en la cabeza porque correr detrás de una pelota es de atletas, pero conseguir que quien corra sea el contrario es de buenos futbolistas.

A Guti, por ejemplo, nunca le dejaron demostrar su verdadera valía porque nunca recibía alabanzas en la victoria y, sin embargo, sobre él caían todos los puñales tras la derrota. Iniesta, por su parte, no fue titular indiscutible en el Barcelona hasta los veinticuatro años y, aunque llevaba desde los dieciocho en el primer equipo, tuvo que esperar a que tipos como Edmilson, Van Bommel o Deco se marchasen para ocupar un lugar en la historia del fútbol. Ahí tenemos también el caso de Cesc, obligado siempre a correr de más para no ser tenido de menos, o el de Thiago Alcántara al que los mismos que alababan a Xavi e Iniesta le instaron a marcharse lejos porque no le veían condiciones para navegar en un buque tan lujoso.

Vienen a colación los ejemplos para tener en cuenta que lo que hoy son asombros, mañana no tardarán en tornarse en críticas, seguramente injustas. Para manejar un timón se necesita madurez, pausa e inteligencia. Y, sobre todo, entender el juego por encima de las contraindicaciones. Muchos le pedirán un regate, otros le achacaran su falta de ambición de cara a puerta y serán más los que le echen en cara, tras una derrota, que no haya ido al choque contra los centrocampistas rivales. Para crecer, Oliver, que aún sigue buscando su lugar en el mundo, necesita mucho tiempo y, para admirarle, todos debemos saber perdonarle los errores. Si tanto él como nosotros sabemos esperar el momento, el chaval se convertirá en un buen futbolista, aunque ya no sea el futbolista que todos deseamos. De no ser así, será otro viejo juguete en el desván de los trastos rotos. El juguete que muchos aficionados de hoy ya se piden para reyes sin saber exactamente cómo va a funcionar.

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