jueves, 21 de noviembre de 2013

Cuando Kostadinov silenció el Parque de los príncipes

Francia tenía un buen equipo, pero Reuven Atar, delantero discreto que no pasaría a la historia por más de una docena de goles en la liga israelí, decidió que, por un día, le tocaba hacer historia. Allí estaba la columna vertebral del Olimpique de Marsella, campeón de Europa y modelo a seguir hasta que se convirtió en un castillo de naipes despedazándose poco a poco.

A la columna marsellí se le unía un trío de ataque mágico; era como extrapolar a los Pelé, Bozsik y Völler a una nueva dimensión de talento y creatividad. Ginola, Cantona y Papin eran un seguro de vida para cualquier selección europea. Cualquiera hubiese querido tenerlos en sus filas y sin embargo, Francia seguía recelando de un equipo que llevaba mucho tiempo queriendo y demasiado más tiempo incapacitado para cumplir las expectativas.

Pero el bloque era sólido en apariencia y el mundial estaba a un solo punto. Bastaba un empate un quedaban dos partidos en casa. Dos fiestas en las que los parisinos podrían volver a llenar el Parque de los príncipes y cantar el "Allez les bleus" mientras celebraban goles memorables. Ante Israel se jugó mal, pero no era un rival demasiado inquietante como para temer por el empate. Pero Reuven Atar se reivindicó por un día y dejó a Francia sin palabras con un gol en el minuto noventa y tres.

Las caras, con ojos vidriosos ante el vano esfuerzo, mostraban más perplejidad que espanto. Aún quedaba otra oportunidad y era imposible que el destino deparase un nuevo accidente. Bulgaria era un buen equipo, sí, pero Francia era un conjunto serio plagado de campeones y tipos curtidos en mil batallas. La cita tenía lugar y fecha; Parque de los príncipes, diecisete de noviembre de 1993. No más lugar a concesiones absurdas.

Los franceses, tan dispuestos siempre a la exaltación, llenaron el Parque de los príncipes, se sentaron frente al televisor y encendieron los transistores para tornar en festivo el día que les devolviese a la gloria. Allí estaba el bloque firme, rocoso, del campeón marsellés, más los magos Ginola, Cantona y Papin. La victoria búlgara se paga en oro, el gol de Cantona pone la clasificación cuesta abajo. Pero aquel gol de Atar había convertido a Francia en un equipo huraño; el público desconfiaba, los futbolistas dudaban, el entrenador intentaba amarrar, sin éxito, un resultado que se complicó en la recta final del primer tiempo cuando Kostadinov cabeceaba el gol del empate.

A partir de ahí, todo fueron dudas, mal juego, incertidumbre y perpetrarse atrás para aguantar el empate. Un punto y a Estados Unidos; nadie se acordaría de Israel, ni del sufrimiento, ni del juego rácano. Pero el fútbol es tan sabio en materia de justicia que una de sus premisas acuerda que quien juega a empatar termina perdiendo.

En el minuto ochenta y nueve Ginolá corrió un balón largo contra Aleksandrov. Pudo haber esperado en la esquina, caracolear, forzar un córner y dejar que el tiempo pasase entre toquecitos y faltas. Pero esperó el cuerpeo y el defensor el derribó con el brazo. Lo que ocurrió a partir de entonces entra dentro de la historia más absurda del fútbol francés. Con el punto de la clasificación asegurado, ningún jugador galo acude al área a rematar el saque de falta. Ginolá, aún así, cuelga el balón a zona de nadie y la pelota se pasea sin destino hasta que Ivanov la caza cerca de la línea lateral. El abrir y cerrar de ojos se gestó en cuatro toques, los que transcurrieron desde Ivanov hasta Kostadinov pasando por Borimirov y el maravilloso pase de Lubo Penev. Emil Kostadinov ganó la espalda, entró en el área y chutó muy fuerte, por alto. Cuando el balón recorrió, de arriba a abajo, toda la red de la portería de Lama, el Parque de los príncipes ya guardaba un silencio sepulcral.

Cuando faltaba exactamente un segundo para que el reloj indicase el minuto noventa del partido, Bulgaria certificó su pasaje a las américas con un gol que aún pervive en el ideario del fútbol europeo. Lo que ocurrió desde entonces es bien sabido por todos; Bulgaria, que un segundo antes estaba de vuelta a casa, hizo el mejor mundial de su vida alcanzando las semifinales. Stoichkov se catapultó en figura y fue premiado con el balón de oro, Letchkov, Borimirov, Balakov y Kostadinov ganaron fama y notoriedad y tuvieron acceso diricto para firmar el contrato de su vida. Y todo cambió en un minuto, el que transcurrió desde que Ginolá esperó un golpe innecesario hasta que Kostadinov dibujó un misil extraordinario. El fútbol, tan cruel como la vida, escribe derecho en renglones torcidos. Hay países que viven llorando en espera de su momento. Cuando llega, la magia impide evitar que el instante se convierta en mitología inolvidable.


3 comentarios:

Sherezade dijo...

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Magda

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