lunes, 6 de marzo de 2017

El milagro de Kaiserslautern

Quien no conozca la historia del Fútbol Club Barcelona, desconocerá que durante muchos años fue un equipo hundido en el fatalismo, perseguido por un pesimismo interno que le tenía durmiendo en una cuneta y acuciado por un victimismo que le convertía en el hazmerreír de sus rivales. Parecía que cuando algo podía salir bien siempre salía mal y si tenía que salir mal, salía peor.

El cénit del fatalismo sucedió el siete de mayo de 1986 cuando el Barcelona perdió la final de la Copa de Europa ante el Steaua de Bucarest después de fallar cuatro penaltis en la tanda decisiva. Se daba el hecho añadido de que la final se jugó en Sevilla y allí había cincuenta mil catalanes ávidos de ver a su equipo por vez primera como campeón de Europa. Un hecho que, después de aquello, muchos se convencieron de que jamás llegaría.

Ese era el funesto pensamiento de cada barcelonista el día seis de noviembre de 1991 cuando el minuto cuarenta y cinco de la segunda parte estaba a punto de cumplirse en el Fritz Walter Stadion de Kaiserslautern. Era una noche fría y funesta. Cuarenta y cinco mil alemanes enfervorecidos celebraban el triunfo de su equipo y el Barça, como en sus peores noches, estaba a punto de regresar al lugar de sus pesadillas más comunes. Medio minuto más y el equipo se quedaría sin opción alguna, otra vez, de alzar la copa de campeón de Europa.

Todo había ido mal desde el principio. Los alemanes eran más rápidos, más fuertes y tenían mucha más fe. En aquella Alemania de los noventa, a veces, jugar bien al fútbol era secundario. Había que ir al suelo, al choque, a la carrera, al salto. Y todas esas disputas las ganaban los futbolistas del Kaiserslautern. El uno a cero llegó antes del descanso. El dos a cero, poco después del comienzo de la segunda parte. Y minutos después llegaba el tres a cero. En un lapso de veinte minutos se había esfumado la renta de dos a cero obtenida en el partido de ida. Tocaba juntar filas y llamar a rebato.

Lejos de reaccionar, el Barcelona, sin embargo, siguió mostrándose como un equipo timorato y acomplejado. Los fantasmas regresaban y esta vez vestían de rojo y corrían como diablos. El Kaiserslautern buscó el cuarto y estuvo a punto de encontrarlo en varias ocasiones. Y así se llegó al último minuto, con el Barça desfallecido, pero aún con vida y cuarenta y cinco mil alemanes celebrando la clasificación de su equipo para la liguilla de cuartos de final.

El equipo azulgrana, esta vez vestido de naranja, sobrepasa el centro del campo de manera tímida y el árbitro cobra una falta diez metros más allá del círculo central. Es la última. En un intento desesperado por anotar el gol de la clasificación, Cruyff ordena a todos sus hombres que se dirijan al área. Koeman sitúa el balón y mira el horizonte. Hay mucho alemán y poco barcelonista. Hasta visualmente parecen habérselos comido. Templa el balón al área, a tierra de nadie. Por un momento parece que las dos torres alemanas van a despejar la pelota sin problemas y el partido va a terminar en cualquier otro despeje. Pero de la confianza de los defensas del Kaiserslautern se aprovecha José Mari Bakero quien, surgiendo desde un lugar improbable, conecta un cabezazo imposible. Es un salto bárbaro y un golpeo sensacional. El balón va de fuera a dentro, con comba. Por un momento el portero cree que va a salir fuera y un instante después ve como se cuela junto a su palo izquierdo.

Lo siguiente es la locura. Bakero corre encendido hacia una esquina. Allí le alcanzan sus compañeros, ciegos por la incredulidad. Guardiola, en anorak, corre desde el banquillo y salta con frenesí. El Barcelona ha pasado a la liguilla de cuartos. El Fritz Walter Stadion se ha quedado mudo. Aquella noche de noviembre comenzó la leyenda del Dream Team. Una leyenda que estuvo a medio minuto de quedar sepultada para siempre bajo el plomizo cielo alemán.

Lo que vino después ya lo sabemos todos. El Barcelona se clasificó primero en la liguilla, accedió a la final y allí, zapatazo de Koeman mediante, doblegó a la Sampdoria para levantar por vez primera la Copa de Europa. No fue una victoria más. Fue el final de una época, la muerte del fatalismo y el adiós a un derrotismo que durante años le había hundido en el pozo de la mediocridad. El principio de un fin que se culminó en Wembley y que comenzó en Kaiserslautern tras aquel milagroso cabezazo de Bakero en el último minuto.


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