martes, 23 de octubre de 2012

El clásico

No hay partido entre clubes más seguido en el mundo, no hay un acontecimiento deportivo que traspase tantas fronteras, no hay una rivalidad mediática que raye más lo absurdo y lo banal, no hay una pasión que se asemeje más al latido de un corazón cada vez que el Real Madrid y el Fútbol Club Barcelona saltan al terreno de juego y el mundo se para. Se alzan las voces, se ondean las banderas y ya no existe el silencio durante los siguientes días. Y cuando acaba uno, siempre empieza otro. Siempre hay un motivo para la discordia, un motivo más para la guerra, un motivo más para vivir. Y solamente se trata de un partido de fútbol.

Pero un Barça - Madrid no es un partido de fútbol al uso. Un Barça - Madrid, en la actualidad, enfrenta al mejor equipo del siglo XX contra el mejor equipo del siglo XXI. Eso no es poco. Como no fue poco aquel once a uno que le endosaron los blancos a los azulgranas en 1942 y a raíz de cual se enquistó una amistad que se había ido fraguando partido a partido, roce a roce, desde los ancestros de los primeros partidos de copa. Cuentas las crónicas que los jugadores del Barça se sintieron tan intimidados por el público en aquel partido de vuelta de semifinales de 1942 que renunciaron al juego para emplearse en su defensa personal. Exageración o no, el caso es que aquel resultado, el más abultado de la historia en sus enfrentamientos mutuos, tuvo un punto de inflexión. Desde entonces, cada visita a campo rival se convierte en un infierno para ambos contendientes. Cada partido es un vida o muerte, un camino de funambulista, un motivo para levantarse un lunes para trabajar.

El fútbol tardó en llegar. El Madrid fue superior durante muchos años y culminó su excelencia con un puñado de jóvenes liderados por un pecoso descarado. Eran la Quinta del Buitre. Ganaron cinco ligas consecutivas y se recrearon en exceso en cada una de sus victorias como local. El antídoto vino de Holanda. Johan Cruyff, otrora dueño del balón, ideó un libreto de cuyos márgenes jamás volvería a salirse el Barça para no esquivar el éxito. El Dream Team compitió con fútbol y dejó alguna victoria histórica y algún resultado sonrojante.

Pero no todo es felicidad en casa del dichado y muchas veces, ríe mejor quien termina riendo el último. Al cinco cero que le endosó el Barça al Madrid en la noche de Reyes de 1994 respondieron los blancos un año después con otra manita histórica. Eran tiempos convulsos, de una liga más pasional, más igualada, de dos formas de ver el fútbol desde una misma perspectiva; ganar de cualquier manera. El Dream Team murió de éxito y a los años convulsos les sucedieron años de vino y rosas en color blanco. Los galácticos, les llamaron. Una constelación de estrellas adquiridas a golpe de talón que dieron glamour y títulos a la casa blanca. A la desazón respondió el Barça con una sonrisa; Ronaldinho volvió a desequilibrar la balanza y sacó al Barça de una depresión post parto que casi acaba con su vida.

Ronaldinho fue el galáctico que se le escapó a Florentino por hacerle prometer que esperaría un año más. Pero Ronaldinho no es de los que esperan y aterrizó en Barcelona para devolverle la sonrisa a un enfermo terminal. Otro galáctico rechazado por Florentino llegó a Barcelona para formar pareja con el gaucho, era Samuel Eto'o, un león indomable que un día dijo que se quedaba en el Bernabéu y como un hijo desarraigado se acostumbró a celebrar goles contra los blancos con rabia descontrolada. Pero ningún proscrito tan rechazado en la capital como Luis Enrique. El asturiano tomó el puente aéreo para decirle adiós a los madridistas y hacerse una foto con la camiseta del Barça. Llegó un día en el que dijo que no le gustaba verse en las fotos vestido de blanco y, por ello, en cada visita al Bernabéu recibía la pitada por respuesta. Él lo celebraba besando el escudo y el polvorín se inundaba de decibelios. Decibelios que hoy en día resuenan en Barcelona cada vez que Mourinho, otro proscrito para la causa, visita el Camp Nou y, rodilla en tierra, celebra goles que valen campeonatos. Pero hubo un día en el que se apagaron los decibelios. Fue el día en el que Raúl picó un balón por encima de Hesp y se llevó el dedo a la boca para decirle a todo el barcelonismo que él era el auténtico héroe en el cénit de la batalla. Aquella foto se convirtió en postal para el madridismo y aún hay muchos que recuerdan al gran capitán en un gesto que ganó una batalla pero que no hizo sino encrudecer la guerra.

Y esta es una guerra que nunca acaba. Una guerra que comenzó en 1902 y que se ha ido conviritendo en un desatado conflicto nuclear armado hasta el punto de ser seguido por más de quinientos millones de personas a lo largo y ancho del mundo. Una guerra con doscientas cincuenta y tres batallas, ciento cinco de ellas ganadas por el Barcelona y noventa y dos ganadas por el Real Madrid, con cuatrocientas treinta y nueve balas de cañón en la portería blanca y cuatrocientas doce en la portería azulgrana. Con un campo de batalla dividido en dos zonas: Un Bernabéu donde noventa minuti son molto longos y un Camp Nou donde el infierno da la bienvenida en forma de mosaico. Un duelo al sol donde el fútbol es más importante que la vida y donde la muerte tiene el sabor de una derrota. Un partido que fue equilibrado durante muchos años hasta que el Barça cayó en decadencia tras perder una final de Copa de Europa después de destrozar los postes del estado Wankdorf de Berna. A raíz de entonces el Madrid se hizo amo de España después de haber conquistao Europa a golpe de gol. La depresión duró décadas y el complejo de inferioridad duró casi medio siglo. Justo hasta que llegó Guardiola para sacar al Barça de las catacumbas y hacerlo pasear por Europa con la cara levantada. Entonces llegaron el dos a seis y el cinco a cero y nada, a partir de entonces, volvió a ser lo mismo.

Porque Guardiola tenía un as en la manga. Un prometedor extremo al que convirtió en todocampista por la gracia del balón. Lio Messi fue el mesías largamente esperado y de sus regates nacieron goles y jugadas, todas ellas de ensueño. Se acostumbró tanto a vacunar al Madrid que campaba en cada duelo como el sheriff que dicta la ley. Necesitaba una némesis y para ello, Florentino, más dado a la bravata que a la paciencia, volvió a tirar de chequera para fichar a Cristiano Ronaldo. Los duelos a sangre y gol entre los dos dueños del fútbol actual son de una dimensión tan grande que todo un país puede parar para perderse en un debate banal de sobremesa. Uno gobierna sobre el otro y los dos gobiernan sobre todos. Como gobiernan Casillas y Puyol sobre nuestros corazones. Ambos, capitanes de contienda viril, se enjaulan entre grillos para dirimirar su poderío y, más allá de las huestes, son capaces de liderar nuestro mejor equipo nacional de siempre. Son las esquirlas apagadas de una llama que tuvo su punto culminante el día que Ramón Mendoza se unió a los Ultra Sur en el aeropuerto de Barajas y botó desenfrenado después de que el Madrid le ganara la Supercopa de España a su enemigo en campo contrario. Anécdotas y rivalidad enconada, retazos de un duelo al que el periodismo bautizó como "El clásico" y que va creciendo en mediatizidad hasta el punto de ensombrecer cualquier aspiración ajena.

Los primeros grandes duelos se dieron en la competición de copa. Cuando la liga aún era un proyecto sin concrecciones, la Copa de España era la salida natural para el talento de los jugadores. En dos décadas, Real Madrid y Barcelona se enfrentaron quince veces en elimintarias de copa, dejando para la historia el memorable empate a seis del año 1915. Mucho tiempo después, casi setenta años, volvieron a enfrentarse en Copa, esta vez en una final. Eran tiempos de complejos y orgullos; el madridismo paseaba su bandera por España y el Barça gobernaba en su reducto de Cataluña. Mientras, los equipos vascos se llevaban las ligas y a ellos les tocaba dirimir duelos coperos. En 1983 Marcos batió a Miguel Ángel con un cabezazo imposible y Schuster recorrió el ancho del campo dedicando cortes de manga a la grada merengue. Podría haber sido considerada una ofensa imperdonable, pero el alemán terminó claudicando al orgullo y cambió de destino para vestir de blanco. Aquella ofensa también la cometió Laudrup, quien con su habitual elegancia ayudó a cambiar el ciclo y lideró el cinco a cero del año de Valdano. Pero a nadie le castigaron verbalmente por sus pecados como lo hicieron con Luis Figo. El portugués, santo y seña de una época gris oscura, terminó por aceptar las pretensiones de Florentino y abandonó Barcelona destino Madrid el año que ganó el Balón de Oro. Un futbolista de dimensiones capitales y un judas traidor en la costa noreste de la península. En su primer recibimiento recibió una pitada, en el segundo, una cabeza de cochinillo. Así las gastan cuando se juega con el corazón. El dinero vale mucho, pero los sentimientos, en fútbol, lo valen todo.

De sentimientos enconados han entendido otros jugadores a lo largo de estos años. En la Supercopa de 1991 se encontraron, frente a frente, Stoichkov y Hugo Sánchez. Ambos habían compartido la bota de oro y a ambos le correspondía la responsabilidad del gol, pero por si algo pasaron a la historia en aquel duelo es por su comportamiento extradeportivo. Primero le tocó el turno al búlgaro, quien en un arrebato de frustración, pisó el pie del árbitro viendo la tarjeta roja inmediatamente. Terminado el partido, y a modo de celebración, el mexicano se echó mano a sus partes para dedicarle al público del Camp Nou la victoria. Momentos para olvidar ha habido siempre, personajes lamentables también. Magníficos futbolistas los seguirá habiendo.

Magnífico fue Cruyff, quien volvió a despertar a Cataluña de su letargo. El influjo trajo una liga, pero, como ocurriría con Ronaldinho años más tarde, la sonrisa volvió a vestir de color una ciudad condenada al blanco y negro. Durante muchos años el Madrid gobernó Barcelona con puño de hierro, pero a medidados de los setenta comenzó a encontrar un campo de minas en el Camp Nou. Tanto fue así que hasta el malogrado Guruceta hubo de poner participación en la contienda pitando penalti en una caída fuera del área. Eran los últimos años del franquismo, cuando el Barça más lloraba y el Madrid más reía. Sus caminos se habían separado desde aquel dos a uno del trece de mayo de 1902 cuando se habían enfrentado por primera vez. Entonces ganó el Barça. Ahora, en títulos, también ganan los azulgrana, con setenta y nueve trofeos en sus vitrinas por setenta y seis de su máximo rival. Mejores museos deportivos nos existen.

En 1960 el Barcelona contaba con ocho ligas y el Real Madrid con seis. Diez años después, el Madrid tenía catorce y el Barça seguía en sus ocho. Tuvieron que pasar catorce años para que el Barcelona sumase su novena liga y entonces, el Madrid ya tenía quince en su palmarés. Fueron días difíciles. Tanto como aquel en el que al Barça le tocó hacer pasillo al campeón blanco en su propio estadio y, de postre, se llevó cuatro goles. Nunca es fácil la derrota, mucho menos la humillación. Pero el Barça ha sabido reactivarse sobremanera en estos últimos veinte años. De su camiseta han salido seis balones de oro y de su cantera han salido los dos mejores futbolistas de la historia de España, Iniesta y Xavi, dos genios que, Messi aparte, le han dado al fútbol una concepción tan pura que puede resultar inimitable.

En la temporada 1928 - 1929 ya se disputaron mano a mano la primera liga. Aquel primer trofeo cayó en manos del Barcelona y el Madrid hubo de esperar un par de años para igualar el palmarés de su rival. Sin embargo, aquellos primeros años no eran propiedad privada de quienes hoy se han convertido en colosos incuestionables. A la sombra del Athletic, debian de conformarse con disputar duelos a vida o muerte que muchas veces terminaban que heridas en el orgullo. En la temporada 1934 - 1935 se enfrentaron por vez primera en el Bernabéu y el Madrid ganó por ocho goles a dos. El Barcelona esperó toda una vuelta con sangre en el ojo y le endosó un cinco a cero a su rival en el partido de la segunda vuelta. La manita blaugrana se ido convirtiendo, esporádicamente, en seña de identidad a la hora de presumir ante su rival, pero ninguna será tan recordada como aquel famoso cero a cinco de 1974 que culminó el año perfecto de Johan Cruyff.

De grandes personajes viven las grandes rivalidades. Cruyff no fue el único, si acaso un invitado más. Nadie como Samitier supo romper los corazones de una Barcelona republicana y con aires de modernidad. Dio el portazo como un ídolo y regresó con el máximo rival para volver a ganar una liga, esta vez con un color diferente. Se convirtió en amado, odiado y amado otra vez. Nadie pudo volver a presumir de ello. La estela de Samitier se apagó con la guerra. Veinte días antes de que el conflicto armado dividiese a España, ambos equipos se enfrentaron en la final de copa. Era como un preámbulo de lo que habría de venir. Dos Españas, dos sentimientos, dos maneras de llorar. El Madrid ganó por dos goles a uno y no volverían a verse las caras hasta el año cuarenta. Nunca más estuvieron cinco años sin verse las caras.

Pero si de algo ha vivido esta rivalidad a lo largo de ciento diez años es de puntos de inflexión. Dos tienen nombre de futbolista y dos tienen nombre de final. En 1950 llega a Barcelona Ladislao Kubala y el Barça se sentirá amo de España. En 1953 llega a Madrid Alfredo Di Stéfano y el Real se sentirá amo de Europa. Entre ambos sumaron catorce ligas y seis copas y, por encima de todas las cosas, sumaron fútbol y una rivalidad tan sana que, salvo excepciones, casi sería imposible de extrapolar a día de hoy. Pero, por encima de todas las cosas, lo que marcó al Barça, para siempre, y para bien y para mal, fueron las finales de 1986 y de 1990. En el ochenta y seis, en Sevilla, no estaba el Madrid, pero aquella derrota ante el Steaua dejó a los blancos como único equipo alegre en España. La caída del Barça, en picado y sin frenos, casi le llevó hasta la desesperación, pero fue otra final, esta vez en Copa y esta vez sí, ante el Madrid, la que cambió para siempre las tornas de la tradición. Aquel día el Barça perdió el miedo y los complejos, ganó al gran Madrid de Toshack y, sobre todo, le ganó el partido a todos sus fantasmas y demonios.

El fútbol, desde entonces, es una montaña rusa que vive de luces, sombras y cambios de ciclo. La aglomeración de éxitos ha calcinado nuestra liga y ahora los dos gigantes solamente viven un mal año cuando quedan en segunda posición. Más abajo no pueden caer, se han ocupado de ello. Tan enconadamente enfrentados en el terreno de juego y tan cínicamente unidos fuera de él, se han convertido en el mayor poder fáctico contra los grandes aspirantes a un trono que nunca podrán alcanzar. El monstruo de dos cabezas se bipolariza para volver a enfrentarse a sí mismo cada temporada. Pueden ser dos, cuatro o seis veces. A lo sumo siete u ocho contando todas las finales. Aunque fuese una vez sóla se volvería a parar el mundo. El día que Messi y Cristiano son portada en el mundo es el día en el que no existen crisis ni existencias. El blanco y el azulgrana lo acaparan todo. Es el clásico, el mejor partido de fútbol del mundo. Una constelación de estrellas para una historia centenaria. Una historia centenaria en un puñado de goles. Y mientras siga girando el mundo volverán a verse las caras, una y otra vez, condenados a enfrentarse, condenados a odiarse mientras se dan, de nuevo, la bienvenida al País de Nunca Jamás.

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