martes, 27 de marzo de 2018

Proteger a un genio - Por Santiago Segurola

El fútbol está contenido en el cuerpo de un pequeño jugador, un chico de 18 años que podría pasar desapercibido en cualquier calle. Es la magia de este juego maravilloso, abierto a la excelencia de un Nijinski de 1,90, como Van Basten, o la magia de un imberbe, de aspecto adolescente, apenas 1,68 de estatura, pero un gigante en toda regla. Se llama Leo Messi y hay todo el derecho a pensar que estamos ante un jugador excepcional, la aparición más fulgurante de los últimos años, figura indiscutible a una edad que sólo se permite a los privilegiados. A esa edad, sólo genios del calibre de Pelé o Maradona dominaban los partidos de la manera en que Messi lo hizo en Londres. No merece la pena entrar en comparaciones. De eso se encargará el futuro, con toda la carga de incertidumbres que eso significa en el fútbol. El presente ya está escrito. De Stamford Brige emergió una gran estrella.

La actuación de Messi hay que medirla en todos los órdenes. Es en partidos acomo el de ayer donde se observa al jugador en las condiciones más extremas de dificultad. Todo lo que se podía exigir a Messi, o a cualquiera de los astros que se asomaron al encuentro, se condensó en Stamford Bridge: dos excelentes equipos, la más exigente de las eliminatorias, la atención mundial, un campo infame que multiplicó las complicaciones a los jugadores, la tensión siempre, la violencia en muchas ocasiones. Un partido para futbolistas trascendentes no sólo por la técnica, el oportunismo o el carácter competitivo. Un partido, en definitiva, para proclamarse rey del fútbol. A eso se dedicó Messi durante todo la noche.

Las condiciones del encuentro le podían animar a la deserción. Del Horno le golpeó de tal manera durante la primera media hora que a nadie hubiera extrañado el repliegue de Messi. Podría haber buscado refugio en su juventud, o en la jerarquía del Barça, donde todavía no tiene los galones de Ronaldinho o Eto'o. Podría haber cuidado sus piernas, machacadas por las patadas de los defensas del Chelsea. Un gran jugador cualquiera tenía las excusas necesarias para dejar cuatro detalles y pasar con buena nota. Pero lo que hizo Messi fue inolvidable. En una demostración pocas veces vista de habilidad, inteligencia y coraje, destrozó al Chelsea ante el estupor de la hinchada inglesa, que reaccionó como suele suceder cuando un futbolista produce pánico. Por debajo de los abucheos que le dedicaron en cada jugada, se manifestó el pavor de los aficionados ingleses ante la arrolladora demostración de Messi.

No es posible dominar un partido de este calibre con 18 años. El fútbol tiene muy pocos precedentes, y los que se recuerdan están referidos a genios. Pelé, en la final del Mundial de 1958; Maradona, en el Mundial juvenil de 1979 y en las noches gloriosas de Boca; quizá Cruyff en la célebre eliminatoria de desempate frente al Benfica -año 1969- o George Best en Lisboa, también ante el equipo portugués, tres años antes. Y en los dos últimos casos se trataba de jugadores de 20 años, con una acreditada experiencia en la competición internacional. La hazaña de Messi es la un muchacho que debutó como titular en la Liga en noviembre. No fue una aparición cualquiera. Irrumpió en el Bernabéu y fue decisivo en la sonada victoria del Barça frente al Madrid.

La diferencia con aquel encuentro es que, en Londres, Messi estuvo a una distancia sideral de los demás. Fue el mejor y el más valeroso en el partido más difícil posible. En cada jugada mezcló la habilidad para superar a los defensas con un coraje casi insensato, con otra particularidad: nunca se quejó de la intolerable violencia que padeció. Ese carácter inalterable es otra característica singular de Messi, una cualidad impagable por lo que supone de deportividad y respeto al juego. Ahora le toca al fútbol respetarle a él. Un jugador como Messi es el tesoro más valioso que puede encontrarse. No puede quedar sometido al imperio de la violencia. El fútbol se encuentra ante una obligación imperativa: proteger a Messi, proteger a un genio.



Publicado por El País el 23 de febrero de 2006.

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