viernes, 30 de octubre de 2015

Cuando Medina Cantalejo redimió los errores de Byron Moreno

Citar el nombre de Byron Moreno en Italia significa poco más que citar el nombre del mismísimo diablo. Aquel tipo rechoncho que les arbitró en el partido de octavos de final del mundial celebrado en 2002, fue el hombre que cercenó la ilusión de millones de italianos.

Para ponernos en antecedentes, hemos de visualizar aquel mundial más como un escándalo que como una competición deportiva. De no haber mediado Ronaldo, es posible que hoy estuviésemos hablando más de un complot que de un mundial de fútbol. Una de las anfitrionas, Corea, fue pasando rondas hasta alcanzar las semifinales, contando con favores arbitrales tan descarados que resultaría imposible no pensar en una mano negra tras cada decisión. Nosotros ya recordamos sobradamente al egipcio Al-Ghandour y sus drásticas decisiones en perjucio del combinado español. Pero antes de alcanzar los cuartos de final, Corea del Sur se jugó la vida a cara o cruz contra la temible Italia y, contra todo pronósitico, la moneda cayó del lado deseado. Aunque son muchos los que sospechan que aquella debía ser una moneda con dos caras.

Cuando se designó el árbitro para el partido, nadie reparó en el currículum del tal Byron Moreno. Se sabía que era un árbitro ecuatoriano con una corta trayectoria internacional y que, como el resto de colegiados designados para arbitrar en el campeonato, debía tener una inmaculada hoja de servicios. Pero en aquel momento, Moreno ya cargaba sobre sí las sospechas por algunos curiosos arbitrajes dentro de la liga de su país. Ocurrió entonces lo que ocurre generalmente con las cosas que se consideran como banales, se ignoraron. Al fin y al cabo, a quien iba a interesarle un puñado de resultados sospechosos dentro de la liga ecuatoriana.

Lo que ocurrió en aquel Corea - Italia se convirtió en noticia de la crónica de sucesos más que en noticia deportiva propiamente dicha. Byron Moreno anuló dos goles legales a Italia y expulsó injustamente a Francesco Totti al tiempo que permitía que los coreanos se aplicaran con especial vehemencia. En el tiempo reglamentario, el coreano Hwan Jung cruzó un cabezazo a la red y el mundo comtempló, con asombro, como la cenicienta se cargaba a una de las grandes favoritas.

El recorrido de Corea del Sur en el tornero fue a más a costa de una nueva víctima y los rumores sobre la teoría de la conspiración se convirtieron en un globo sonda que alcanzó a los más altos estamentos del fútbol. El problema fue a más cuando el propio Byron Moreno reconoció errores puntuales a lo largo de su carrera, pero en aquel momento, el ya exárbitro se había convertido en un esperpento y en un personaje creado desde sí mismo, declarando desde un frío calabozo después de haber sido detenido por tráfico de drogas.

La historia de la selección italiana, lejos de paralelizar con la de Bayron Moreno, continuó en la preparación para el siguiente mundial. Fue un borrón y cuenta nueva; a rey muerto, rey puesto. Olvidada Corea, quedaba Alemania. Y en Alemania se plantó Italia después de una cómoda fase de clasificación con Noruega y Escocia como principales rivales. En diez partidos cosechó siete victorias con diecisiete goles a favor y ocho en contra. Números discretos de un grandísimo favorito pero un trabajo bien hecho. Volvía la Italia favorita de toda la vida.

La primera fase no tuvo demasiada historia. Fiel a su estilo, el equipo ganó dos partidos y empató uno. Pasó primera de grupo con cinco goles a favor y uno en contra y fue poco a poco encontrando el equipo con Pirlo como eje timón y Gattuso como perro de presa. La fórmula que había funcionado en el Milan extrapolada a la selección nacional. Tocaba esperar rival y cayó Australia. Parecía un partido fácil, pero tuvo mucha historia.

En realidad la historia del partido fue corta porque tuvo poco fútbol, pero llegado el momento culminante, surgió la figura del español Medina Cantalejo. Para ponernos en antecedentes, debemos decir que el árbitro sevillano se había encontrado muy presionado por los jugadores italianos después de que hubiese decidido expulsar a Materazzi por una dura acción recién comenzada la segunda parte.

Corría el minuto noventa y dos y medio, se habían añadido tres por lo que el partido expiraba. Pirlo puso una pelota fantástica al costado izquierdo del ataque y Grosso entró como una moto ganando la espalda del interior australiano. La jugada se complicó para Australia cuando el lateral italiano no solo ganó la línea de fondo sino que pudo pisar el área. Al rescate acudió Neill, quien cometió el error de ir al suelo demasiado pronto. Aquella muestra de impaciencia del lateral australiano fue aprovechada por Grosso para ir al suelo nada más ver como la espalda del número dos de Australia resbalaba en dirección a sus piernas.

Hubiese sido una juagada complicada de pitar en el caso de que el árbitro estuviese mal colocado. El problema es que Medina Cantalejo seguía la jugada de cerca y no dudó un instante en señalar la pena máxima. Los australianos no protestaron demasiado, quizá en una demostración de carácter menos racial, de haber dsido la decisión tomada en el sentido contrario, seguramente el carácter latino se habría comido al colegiado. O quizá era que ya le había comido el carácter desde el momento que había decidio expulsar a Materazzi y en el fondo sentía que les seguía debiendo una. Y se la cobró.

Totti anotó el penalti con la seguridad del genio y Medina Cantalejo pitó el final de manera casi inmediata. Italia pasó de ronda y allí se encontró con Ucrania a quien ganó cómodamente por tres goles a cero en una noche mágica de Luca Toni. Después llegaron la inolvidable prórroga ante Alemania y la mano salvadora de Buffon en la tanda de penaltis contra Francia. Italia se proclamó campeón veinticuatro años después y fueron muchos los que se asombraron de la capacidad competitiva de tipos como Cannavaro, Gattuso o Camoranesi. Pero fueron pocos los que se preguntaron qué hubiese pasado si Medina Cantalejo no hubiese pitado aquel penalti en el tiempo de descuento del partido que les enfrentó a Australia. Un partido que hubiese ido a la prórroga contra un rival más entero y afrontando media hora más con un hombre menos.

Pero el fútbol siempre da otra oportunidad. El ciclo del deporte da más revanchas que el de la vida. Podía haber sido Totti el que hubiese redimido los errores de Byron Moreno con un golazo desde fuera del área, o Luca Toni con un cabezazo o el propio Pirlo con una falta majestuosa. Pero hubo de ser otro árbitro el que hiciese justicia poética. Desde entonces Australia también busca una redención, pero en cada deporte existe un gobierno y unos ciudadanos. Italia es de los que gobiernan y quienes mandan, generalmente, tienen más oportunidades de llevarse el premio.

martes, 20 de octubre de 2015

El lado oscuro de la expectativa

Una expectativa demasiado alta implica un gran grado de mentalización. El gen ganador vive en la institución antes que en el jugador. El futbolista sabe, por activa antes que por pasiva, hasta donde pueden llegar las limitaciones y hasta donde le pueden llevar las exigencias. Para los grandes retos se necesitan grandes cabezas, solamente quien sabe lidiar con ello sabrá atesorar su talento porque para ganar hacen falta dos cosas; ser muy bueno y ser consciente de que lo eres.

Decía aquella manida frase de la no menos célebre película de superhéores que un poder conlleva una gran responsabilidad. En el deporte colectivo, poder siginifica dinero y este se otorga en pos del palmarés, las aspiraciones reales y la masa social. Teniendo en cuenta que nuestro campeonato ha estado gobernado durante el último medio siglo por dos gigantes con puño de acero, resulta extremadamente peligroso considerar como alternativas serias a aquellos equipos que, pese a su buen desempeño en tramos concretos de una temporada, aún no se han medido en la verdadera grandeza durante más de cinco temporadas consecutivas.

Para Villarreal y Celta, este principio de temporada está sirviendo como recompensa a un trabajo excelentemente planificado. Suele decirse, y además es tan cierto como que el tiempo pasa y el agua es líquida, que cuando las cosas se hacen bien suelen obtenerse buenos resultados. Estos dos equipos apostaron desde un principio por varias premisas a la hora de implantar su crecimiento; talento, paciencia y apuesta por futbolistas de progresión. Por ello, resulta reconfortante ver a tipos como Nolito, Orellana, Nahuel o Trigueros, trenzar jugadas de ensueño porque en su ilusión y su talento vive la verdadera esencia del espectáculo. Gustarse para gustar.

Jugar con red aumenta la confianza y desarrolla la intuición. Villarreal y Celta saben que, en caso de caer a las posiciones intermedias de la tabla, no habrá una voz que reproche su intento ni una letra que exija un palmo más de terreno. Para otros equipos, sin embargo, el error se convierte en una amenaza acusatoria de difícil digestión. Todo lo logrado pasa siempre a ser pasado y la exigencia se centra en lo pendiente por lograr. Valencia y Sevilla, por ejemplo, han debido aprender a vivir en el filo del alambre; se les exige ganar como si fueran los mejores y nadie perdonará sus errores cuando jueguen como los peores. Sus casos son explícitamente genuinos pues ninguno de los dos tiene un palmarés de órdago y, sin embargo, han generado una expectativa tan brillante que, a poco que escalaron la montaña, se les exigió llegar los primeros a la cima.

Mucho más traumático está resultando el ejercicio de transición para Sevilla y Valencia. Ambos equipos vienen rebotados desde el fracaso después de haber conocido el éxito. Una vez han vuelto a acostumbrar a sus fieles a los puestos nobles de la tabla, se les ha vuelto a etiquetar con el cartel de favoritos a todo. El error consiste en creer que el nombre del envase vale más que el contenido. Ambos equipos, instituciones acostumbradas al éxito relativo y a la pelea constante, han visto, de golpe, como un aluvión de elogios se han precipitado sobre su condición. Llevarse a engaño es la manera más vil de engañar a quien realmente te exige. Las aficiones de Sevilla y Valencia exigen, por encima de todo, esa dosis de esfuerzo extra que permite a los terrenales codearse con los dioses del olimpo. Cuando aparece la exigencia extrema es cuando aparecen las dudas. Ante la vicisitud existen dos lugares comunes. Competir contra uno mismo y competir contra los demás. Siempre una opción por delante de la otra. Si se olvidan las esencias se olvidan las necesidades.

En un lugar más incierto se encuentra el Atlético de Madrid. Durante años se reconoció en sí mismo como un equipo contra el que jugar era un dolor de cabeza. Su centro del campo apretaba en cada lance y su defensa era firme como el hormigón. Cuando había dudas, siempre aparecía el delantero de turno para poner las cosas en su sitio. Reinventarse obliga a cambiar conceptos y a vivir fuera del costumbrismo. Para un equipo con unos automatismos establecidos, cambiar parte del equipo titular, supone un nuevo reto ante el que hay que demostrar arrojo y confianza. Cuando una de los dos obligaciones fallan, es cuando se encuentra un equipo indefinido. Y la indefinición es lo que menos conviene hoy en día a un equipo que cree haber olvidado el desierto y creyó haberse establecido para siempre en el oasis de la felicidad.

La expectativa tiene un lado oscuro sobre el que hay que saber salir con valentía. El arrojo y la fé en uno mismo es el mejor motor para seguir hacia adelante. Si en el momento del primer tropiezo creemos que hemos errado en todo y hemos defraudado todas las esperanzas depositadas en nosotros, es porque en el fondo no somos capaces de afrontar el reto. Todo cambio requiere paciencia, la paciencia invita al trabajo y el trabajo bien hecho suele generar resultados. Y nada es más satisfactorio que hacer algo sabiendo que nadie te va a reprochar por no haberlo intentado.

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Monsieur

No hay mejor ejercicio para la emoción que evocar la nostalgia. Disfrazamos la añoranza de deseo y nos ponemos a recordar aquellos momentos que, en nuestra infancia, nos encontraron con los ojos bien abiertos y el corazón encogido. Para un aficionado al fútbol no hay mayor motor pasional que recordar aquellos tiempos en los que, siendo un niño, descubrió a sus futbolistas de fantasía.

El día que España jugó la final de la Eurocopa de 1984 yo tenía ocho añitos y aún no sabía que en el ámbito deportivo internacional éramos un país de muchos sueños y más derrotas. Por ello, aquel partido se había convertido en un acontecimiento capaz de paralizar a todas las ciudades del estado. Yo, de fútbol, sabía de mi afición al Atleti, de mi simpatía por la Real Sociedad, que el Athletic era el mejor equipo de España y que Santillana saltaba más que nadie. También hablaban de Arconada como un ser casi mitológico; un pulpo de ocho brazos capaz de detener disparos a bocajarro con la agilidad de un gato montés.

Precisamente fue Arconada quien pasó de héroe a antihéroe en el periodo de tiempo que transcurrió entre el minuto cincuenta y cinco y el cincuenta y siete. El árbitro concedió una falta al equipo francés, el meta colocó mal la barrera y el número diez lanzó el balón, suave, por el palo del  portero. Lo que parecía una parada fácil se convirtió en un estigma que persiguió durante toda su carrera al que probablemente haya sido uno de los tres o cuatro mejores porteros de nuestra historia. Pero la historia, más allá de los errores, se escribe en base a los grandes aciertos y nadie para embellecer el logro como los jugadores de época.

El tipo que lanzó la falta, el que vestía el número diez, es uno de los futbolistas más elegantes que ví en mi vida. Quizá sean muchos lo que le identifiquen con ese señor algo pasado de peso y sonrisa bobalicona que se sienta en el palco de las grandes finales en calidad de presidente de la UEFA. Pero antes de dirigir desde los despachos, dirigió desde el césped como un mariscal de campo. Platini recibía en tres cuartos, levantaba la cabeza y la jugada, como por arte de magia, terminaba despejándose. Para él no existían secretos, para él no existía un estadio imposible de conquistar.

Fue cisne de belleza incomparable en Nancy, reeditor de éxitos en Saint Ettiene, estrella mundial en la Juventus y punta de lanza de una selección francesa que ganó pocos títulos pero conquistó el corazón de millones de espectadores. Aquel equipo jugaba casi de memoria, con tres centrocampistas de corte ofensivo y un delantero con cuerpo de centrocampista. Ya lo dijo en una ocasión: "No soy un nueve, pero tampoco soy un diez. Soy más bien un nueve y medio". Quizá aquella calificación, aparte de definirle estratégicamente, también podría definirle como futbolista porque él fue siempre un jugador sobresaliente.

Manejaba el espacio como pocos, sabía llegar desde atrás, casi siempre indescifrable, manejaba el arte del remate a la perfección. En los tiempos de gloria del Calcio, salió máximo goleador en tres ocasiones. Pero más allá de su capacidad de golear, Platiní destacaba por su capacidad para gobernar. Y es ahí donde se talla su incomparable figura como jugador. De una técnica exquisita, Platini aparecía para hacerse dueño de la pelota cuando su equipo más lo necesitaba. En aquella Juve de Trapattoni, quizá la mejor de la historia, se hicieron famosas las victorias por un gol a cero. Aquellos logros seguramente no hubiesen sido posibles sin la presencia del número diez francés. Él era quien atraía a los rivales, quien escondía la pelota, quien distribuía el juego y quien, cuando el defensor rival menos lo esperaba, aparecía en el área para ejecutar el partido con un gol casi siempre de bella factura.

Como los productos realmente extasiantes, el fulgor de Platini se apagó antes de lo que nos hubiese gustado. En 1987, con treinta y dos años, y dos temporadas después de haber sido galardonado con el último de sus tres balones de oro, decidió dejarlo todo y pelear por su sueño de presidir la FIFA. El Platini de los despachos es un hombre recio y no exento de polémica. Como a nosotros nos gusta el fútbol por encima de las corbatas, recordaremos por siempre a ese futbolista que era capaz de levantar de su asiento a todo un estadio. Y esas cosas, en realidad, son propiedad privada de los elegidos.


miércoles, 2 de septiembre de 2015

El penúltimo milagro

El fútbol se parece demasiado a la épica como para no encumbrarlo en hipérboles y elegías. Uno habla de futbolistas y los compara con semdioses tan sólo porque son héroes de carne y hueso que logran, con un momento mágico, asombrarnos y, en el mejor de los casos, colmar toda nuestra felicidad al ser los precursores del hechizo que todos imaginamos en sueños.

Los milagros, en fútbol, se recuentan en paradas imposibles y en goles inesperados a última hora. Hay otros de igual belleza pero menor intensidad, como cuando un pez chico se pone el mundo por montera y le da por merendarse al grande. Pero como aquí, igual que en la vida, el poderoso caballero es aquel que pone las piezas en su lugar, al final, como en los malos cuentos, el poderoso termina siempre comiéndose hasta el tuétano del hueso de las perdices.

Los grandes equipos viven de grandes actuaciones. Los mejores jugadores, a su vez, son aquellos que anotan el gol decisivo en el momento clave. Si de milagros hablamos, será imposible de olvidar para aquellos que lo vimos, aquella casi improbable remontada del Liverpool ante el Milan en la final de la Copa de Europa de 2005.

Tras una primera parte dominada de cabo a rabo por el Milan y con una exhibición de Kaká como pocas veces se había visto a un futbolista en un escenario similar, el Liverpool se aferró a sus historia, a su afición y a su momento para dibujar una hazaña cuyos ecos aún resuenan en la memoria de los mejores aficionados. Y sin embargo, aquel milagro de Estambul no hubiese sido posible de no haber mediado, unos meses antes, otro milagro, perpetrado a orillas del río Mersey y cuyo protagonista fue el gran Steve Gerrard. Fue por cosas como aquella por lo que le terminaron apodando "El Dios de Anfield".

En un grupo que se le terminó complicando, el Liverpool se enfrentó a Mónaco, Olympiakos y Deportivo La Coruña. No era un grupo sencillo y el Liverpool no era, ni mucho menos, el gran favorito. El Mónaco, finalista de la anterior edición, se destacó desde el principio y el Depor, semifinalista también en 2004, terminó desinflándose antes de tiempo. El segundo puesto quedó en disputa, pues, entre Liverpool y Olympiakos. Los reds venian dando una de cal y otra de arena. Habían perdido en Atenas y, para poder pasar a la ronda clasificatoria de octavos de final, debían vencer a los griegos por dos goles de diferencia. Aquella era una empresa complicada.

El Olympiakos era un equipo capitaneado por el incombustible Djordevic y donde jugaban los ex azulgrana Rivaldo y Giovani. También jugaba Gabi Schurrer, viejo conocido de la afición española, y algunos buenos futbolistas locales como Stoltidis y Anatolakis. No era el mejor equipo de Europa pero tampoco un equipo fácil de golear. Menos aún para un Liverpool que llegaba plagado de dudas y con la espada de Damocles balanceando sobre la cabeza de Rafa Benítez.

Benítez había llegado a Liverpool como el salvador después de la tormentosa estancia de Houllier, cargada de luces y sombras. Sin embargo, tras sus primeros meses en el equipo, el globo se había desinflado y, ya en noviembre, solamente le quedaba la Champions como tabla de salvación. Y aquella salvación pasaba por ganarle al Olimpiakos y hacerlo por más de un gol de diferencia.

La empresa se complicó bastante cuando Rivaldo anotó el cero a uno en el minuto veintisiete. Había que hacer tres goles y el equipo no estaba jugando demasiado bien. Con ventaja por la mínima se llegó a descanso y hubo quien pensó que era el momento idóneo para regresar a casa, tumbarse a lo calentito y olvidarse del fútbol al tiempo que se ahorraba la media hora de rigor atrapado en el atasco de salida del estadio.

Nadie imaginaba que el equipo que saldría a jugar en la segunda parte sería mucho más intenso, mucho más convencido, mucho más identificado con la afición. Sinama Pongolle apenas tardó dos minutos en anotar el empate y de ahí hasta el final el partido se convirtió en un acoso constante sobre la portería de Nikopolidis. Todo parecía perdido hasta que Mellor, a diez minutos del final, anotó el dos a uno. Quedaba una decena de minutos y la impresión de que la épica podía llegar a escribirse. Pero nadie imaginaba quien sería el héroe que completase la gesta.

Los héroes, como los padres, aparecen cuando realmente esperas algo de ellos. La mirada de un niño pequeño, siempre busca la mano protectora de su padre cuando presiente que un peligro acecha sobre su aventura. Esa mano protectora que la hinchada del Liverpool encontraría en su verdadero ídolo de masas. La jugada fue larga y algo embarullada. Minutos antes, Steve Gerrard había roto la bola con un disparo fabuloso, pero el español Mejuto González había anulado el tanto por falta previa de Milan Baros. Aquel, sí pero no, aún corría como un runrrún por la grada de Anfield. Por ello, cuando el balón llegó de nuevo al bueno de Steve en el borde del área no hizo sino lo que mejor supo, una vez más. La ejecución fue más ortodoxa pero mucho más eficaz. El obús entró a la izquierda de Nikopolidis que, pese a su buena estirada, no pudo hacer nada por alcanzar la pelota.

La locura, la gloria y la memoria dependen de hechos heroicos como este que acontenció en Anfield. Cuarenta y cinco minutos antes, el Liverpool tenía pie y medio fuera de la Champions League. Aquel gol de Gerrard fue la primera piedra de un edificio que terminó forjándose con hormigón armado. Cayeron el Bayer Leverkusen, la Juventus y el Chelsea. Y en la final, cuando todos daban por muerto al equipo de Benítez, los reds se conjuraron para obrar el último milagro. El penúltimo, el que les puso de pie hacia el camino que llevaba a Estambul, ya había obrado forma desde el pie derecho de Steve Gerrard. Sin aquel gol invernal, no hubiesemos dormido arropados por el asombro aquella noche de primavera del año 2005.

martes, 21 de julio de 2015

Illa, Illa

Había un estadio que lo había vivido todo y casi todo había sido lo más grande. Había un público que había aprendido a ganar, a celebrar y a disfrutar. Había una gente que no se acordaba de llorar, quizá porque hacía demasiado que no lo hacían, quizá porque no lo habían hecho nunca. Y hubo un tipo, de aspecto tosco y piernas pequeñas, que les hizo sentir un torrente de emociones. El puño en alto, la garganta desgañitada, el césped como escenario y la carrera frenética como despedida.

El día que se marchó Juanito se nos marchó la infancia. Habíamos crecido pegados a la radio, escuchando goles y remontadas imposibles. Aquellos que lo amaban sintieron el orgullo intacto y la tristeza tan al fondo que no supieron si llorar o no querer nunca dejar de recordar. Los que le sufrimos, seguimos sabiendo que, aún en la rivalidad, el aplauso siempre corresponde a aquellos que miran de cara en la victoria y en la derrota. Juanito tenía arrugas de hombre serio y alma de niño. Hablaba de frente y goleaba como un mago sin chistera; todo inspiración, todo imaginación.

Las piernas arqueadas, la provocación en la sonrisa, el regate en corto, el disparo seco, elegante, curvado, certero. Y pase magistral. Siempre en el momento preciso. Dijeron que era un Guadiana, pero el día que el río llevaba agua era un torrente de genialidad. Le costó hacerse un hueco con la selección y el mundo le conoció con un botellazo que hizo honor a su fama pero no fue justo con su fútbol. Los niños bajaban al barrio con un número siete cosido en una camiseta blanca. Aquel fútbol de entonces honraba a sus héroes. Hoy, mientras observamos la triste despedida de un portero que nos lo dio todo, no imaginamos a Juanito marchándose sin honores. Sin embargo, todos sabemos que de aquel fútbol de patio de colegio no queda ni la educación.


miércoles, 15 de julio de 2015

El Kaiser


Nuestros padres nos hablaban de un tipo que jugaba con la cabeza levantada, que ponía el balón donde ponía el ojo, que barría la zona defensiva y sacaba el balón con elegancia, que disparaba a puerta con frecuencia y con más frecuencia aún realizaba cambios de juego que desorientaban al rival. Excelente toque de balón con el empeine, regate aseado y presencia física. Era tan elegante que amilanaba, nadie quería interrumpir su camino y el barro apenas manchaba su camiseta porque no necesitaba ir al suelo para arrebatar una pelota.

El recuerdo de nuestros padres se vio refrescado por aquello últimos años como comandante en la zaga, pero "El Kaiser" alemán fue mucho más que un extraordinario hombre libre. Cuando jugaba más adelante, era el mejor centrocampista jamás visto hasta entonces. Dotado de técnica, zancada y espléndido toque de balón, el número cinco alemán recorría el campo, de área a área, sorteando rivales con combinaciones precisas. Sabía disparar a las escuadras como el mejor y sabía dejar al compañero, en el área, en la situación más idónea para hacer un gol.

Franz Beckenbauer fue una de las más importantes estrellas en la historia de los mundiales, ese escaparate plagado de purpurina de cuyos sucesos vive la memoria más rutilante del aficionado. En 1966, pese a haber sido obviado por la historia, oculto entre la exhultante condición de Charlton y los asombrosos goles de Eusebio, Beckenbauer fue, posiblemente, el mejor jugador del campeonato. Sólo tenía veintiún años, pero le sobraba jerarquía e inteligencia. Dotado de aquella excelente técnica, poco más le hacía falta de encumbrarse.

En 1970, el primer mundial tecnicolor, nos enseñó a un Beckenbuer a cámara lenta; el hombre que gobernaba el juego y el guerrero sin antifaz que saltó al campo con el brazo sujeto al pecho con una venda para entregar el alma al diablo italiano. Su consagración, ya como defensa libre, se culminó en 1974, cuando un equipo tan eficaz como sobrio, ganó a la gran Holanda en la final y el recién nombrado presidente Havelange, puso la copa de campeón del mundo en sus manos levantandola hacia el cielo en una foto inolvidable.

Terminado su periplo por el escaparate inigualable del campeonato mundial, comenzó su era de tiranía europea como capitán del Bayern de Munich. Aquel era un equipo tan poco espectacular como tremendamente práctico. Un rodillo que ganaba a su velocidad de crucero. Hasta tres copas de Europa levantó aquel que ya habían bautizado como Kaiser. Dos balones de oro y la sensación de satisfacción después de batirse el cobre contra el mejor Borussia Moenchengladbach en el campeonato casero. Un jerarca incomparable, el hombre que aterrizó en Hamburgo para hacerlo campeón y retirarse en la gloria que nunca dejó de abrazarle. Para aquellos hombres que hoy son abuelos, Beckenbauer significó una perfección táctica tal que aún no han encontrado un tipo a quien poder compararle.

martes, 9 de junio de 2015

Polos opuestos

Cuando Jesús Gil cesó a César Luis Menotti como entrenador del Atlético de Madrid en la primavera de 1988, el primer hombre en el planeta en esbozar una sonrisa de satisfacción fue Carlos Salvador Bilardo. Aquella era la última bala que le quedaba a Menotti para demostrar que podía ser un técnico de valía en la élite. Bilardo, por su parte, masticaba el éxito que le había reportado el mundial ganado casi dos años antes y se situaba en la cúspide de los entrenadores más valorados del planeta.

Fuera de los banquillos, Menotti se convirtió en enemigo íntimo de Bilardo. El daño que no pudo hacerle desde el juego se lo inflingió desde la palabra. Cada columna de análisis era un misil hacia la línea de flotación de un equipo que durante el periodo entre mundiales vivió de la fama y no supo practicar buen fútbol. Pero aquella enemistad ya había nacido años antes. En lugar de respetarse mutuamente como los únicos tipos capaces de llevar a Argentina al triunfo final en el mundial de fútbol, se pasaron la vida tirándose dardos envenenados. Para que alabarse si odiarse era más divertido.

Todo comenzó en la primavera de 1983. Argentina regresaba a España, lugar de escarnio y tumba de Menotti como seleccionador, para enfrentarse al Valladolid en el estadio de Zorrilla. La derrota fue sonora y la imagen lamentable. Aquello fue aprovechado por Menotti para lanzar su primera estocada desde una columna de Gráfico. Bilardo, que tenía una fé irreductible en su método, se guardó la página para automotivarse en los grandes duelos. Ya conocía a Menotti de antes, pero nunca se habían enfrentado públicamente. De hecho, su relación había sido de un respeto cordial.

La primera vez que se vieron las caras fue en 1973. Menotti entrenaba al mejor Huracán de la historia y Bilardo intentaba renacer a un Estudiantes del que ya era una leyenda. Tanto se quisieron el club y él que incluso llegó a postularse como presidente. La competitividad con la que se enfrentaron ambos equipos hacía presagiar una carrera plagada de éxitos para ambos técnicos. Pero el espejismo se fue consumando desde que ambos levantaron la copa de campeón del mundo. De allá hacia aquí sus carreras como técnico de club fueron de fracaso en fracaso.

La frontera que abre el camino en el que ambos técnicos se cruzan se consolidó en el partido ante Brasil en mundial de 1982. Una gran Argentina, con el bloque que había quedado campeón cuatro años atrás, más la incorporación del mágico Maradona, terminó desquicidada ante la fabulosa Brasil dirigida por Telé Santana. Muchos achacaron a Menotti su falta de mano izquierda y, a su regreso a Argentina no tardó en ser destitudo de su cargo con el consiguiente nombramiento de Carlos Salvador Bilardo.

Desde entonce se generó una cultura de debate en torno a dos estilos contrapuestos. El balón como prioridad contra la condición física. Quizá, desde ellos, ningún entrenador como Marcelo Bielsa haya comprendido que, quizá, la clave del éxito está en el híbrido de los dos estilos. Todos al ataque y todos mordiendo; balón, sí, pero cuantas más ida y vuelta mejor.

En un sentido único, ambos entrenadores han sido influyentes en posteriores técnicos con diferente desenlace frente al éxito. De la fuente de Menotti sorbieron entrenadores como Valdano, Cappa o Gallego. Por el lado opuesto, se recuerdan equipos campeones de Ruggieri, Batista o Simeone con un fútbol mucho más físico. Como nadie tiene el secreto del éxito, digamos que al final quien terminó impusiendo su palabra fue aquel que fue triunfando en su momento dado. De esta manera, los estilos, más que un lugar común para el debate, se han convertido en folklore dentro de la propia tradicion futbolística argentina.

Antes de ser seleccionadores, ambos habian cumplido una premisa; habían triunfado a temprana edad como técnicos de club.

Lo de Menotti fue mucho más llamativo más por el contenido que por el cometido. Obsesionado por acaparar la pelota y atacar a través de la posesión, ideó un sistema de presión en cancha ajena y defensa zonal adelantada que bautizó como "achique". Se trataba de asfixiar al rival en campo ajeno, aunque para ello se necesitase un grado de implicación y de nivel técnico superior de los jugadores.

Su compromiso fue el de hacer feliz a la gente. La estética por encima de la ética. "El gol debe ser un pase a la red", llegó a decir. En su borrachera de felicidad llegó a calarse una gorra, peluca y gafas de sol para mezclarse con la gente que celebraba la victoria mundial en el obelisco de Buenos Aires. Si alguien creía reconocerle él se escabullía entre la multitud. No quería vanagloriarse, sólo disfrutar de la felicidad colectiva.

El populismo de Bilardo siempre fue más elocuente. Lo primero que promulgó es que lo importante era ganar. Como si el resto de mortales jugasen siempre a perder. Aunque matizó que no importaba la manera. Aquello revolvió el estómago de los más eruditos. Lo práctico, decían, siempre fue menos bello. Y en esa disputa entre practicidad y belleza se involucró el aficionado llegando todos a la misma conclusión; ganar es lo más importante. Y ganar bello es mucho más reconfortante.

Una de las revoluciones de Menotti se basó en la eliminación del clásico hombre libre. Obligando a sus jugadores a defender en zona y a tirar la linea defensiva muy arriba, necesitaba un portero rápido y con un buen juego de pies. Él sería el auténtico hombre libre. Menotti se decidió por Fillol, un maestro en el mano a mano, pese a que Gatti siempre fue el preferido del pueblo. Un histriónico que gustaba jugar contra los delanteros desafiándoles dentro y fuera del área. Cuando Bilardo tomó las riendas del equipo nacional, Menotti no entendió que no convocase a Gatti. Creyó que, ahora sí, había llegado su hora.

Pero Bilardo gustaba de otro tipo de arquero. Defendiendo mucho más junto y mucho más atrás, el mayor peligro llegaría en los balones aéreos al obligar a sus rivales a colgar balones al área para hacer frente a su muralla. Por ello, Pumpido se consolidó como el campeón del mundo en Argentina y dejó a Gatti sin el tesoro que todos creían que había merecido el mejor portero de su generación.

Si hay un equipo que definió a Menotti de por vida, este fue el Huracán del año setenta y tres. Con Babington, Brindisi y Houseman en sus filas, Huracán campeonó haciendo un fútbol vistoso y aún recordado por los viejos del lugar. Lejos de los cánones establecidos hasta entonces, Huracán compitió acaparando la pelota, asfixiando al rival y culminando jugadas de ensueño. Tanta exigencia requería de demasiada entrega. Aquel equipo, como su recuerdo, se convirtió en irrepetible, aunque efímero.

Con esta concepción del fútbol estaba claro que a Menotti no le iban a convencer las medias tintas. Por ello cuando, con el paso del tiempo, la selección española, arrastrada por el estigma de la furia, coleccionaba fracasos en las grandes citas, pronunció aquella disyuntiva que dividió al país: "España debe decidir si quiere se toro o torero". Se trataba de convencer al país de que el camino de la furia no iba a dar resultados y que el futbolista español estaba más dotado para jugar que para correr. El tiempo, como se vio, terminó por darle la razón.

La disyuntiva que dejó Bilardo en España fue mucho menos poética. Los que recuerdan su paso por el banquillo del Sevilla jamás podrán olvidar aquel famosos "Pisalo, pisalo" con el que animaba al masajista de su equipo a no atender a un futbolista del equipo rival. Así era él. "Al enemigo ni agua". Hay frases que retratan.

Cuando le preguntaron a Bilardo por enésima vez si se sentaría a tomar un café con Menotti él contesto que aquello sería imposible. Realmente nadie sabe donde está el germen, pero el quiste se hizo tan grande que terminó en convirtiéndose en tumor.

Hay quien dice que Bilardo viajó a Barcelona en 1982 para pedir consejo a Menotti de cara a la primera convocatoria que debía hacer como seleccionador argentino. Resultó curioso, pero de todos los nombres que citó Menotti, Bilardo no llamó a ninguno. "No sé para qué me pide consejo si hace lo contrario de lo que le digo", declaró Menotti, molesto. Después vino la derrota en Valladolid, la columna de opinión y una enemistad que ha tomado tintes de épica.

La leyenda de Bilardo venía de lejos. Fiel discípulo de Osvaldo Zubeldia, de quien llegó a decir que cambió el fútbol, era uno de los líderes del Estudiantes de La Plata de los años sesenta que lo ganó todo y llegó a atemorizar a sus rivales. De ellos contaban tantas cosas que muchas llegaron a convertirse en mitos. Entre ellas, afirmaban que salían al campo con agujas para clavarlas en la espalda de los defensores en las jugadas a balón parado. Aquella forma de ganar abrió debates. Los que siguieron la corriente de Menotti nunca disfrutaron de aquello, los que predicaba la justificación de los medios, enaltecieron la figura de Osvaldo Zubeldia.

A uno, Menotti, le apodaron "el flaco" debido a su liviana constitución física; aspecto huesudo, piernas esqueléticas y ojos profundos. Al otro, Bilardo, le apodaron "el narigón" por su prominente apéndice nasal. Este predicó ganar de cualquier manera. Aquel se lamentó de que le hubiesen robado el fútbol a la gente. Porque, cómo explicó en alguna ocasión, la búsqueda de lo bello no debe extenderse sólo al fútbol, sino a la vida.

Por cosas así, a Menotti le acusaron de romántico. El líder de la contrarrevolución, Bilardo, era mucho más práctico en el discurso y más obsesionado en la preparación. Su obsesión, a cambio, conllevaba un desgaste mental extremo. Antes de la final de México, organizó las marcas individuales del equipo y ordenó a Ruggieri seguir de cerca a Rummenigge durante el partido. Rummenigge era la estrella rival y Bilardo no quería un partido cómodo para él. Para tener alerta a Ruggieri le repetía una y otra vez, en los entrenamientos, en los descansos, en las comidas, en los vestuarios... "Ruggieri ¿A quién marcas?" "A Rummenigge", respondía el cabezón. Y así una y otra vez. La noche antes de la final se acercó a la habitación de Ruggieri y golpeó la puerta con fuerza. Era tarde y el defensor se asustó. Con cara de sueño se asomó por la puerta y observó a Bilardo con los dientes apretados. "Ruggieri, ¿A quién marcas?" "A Rummenigge". Cerró la puerta y ambos se fueron a dormir. Uno satisfecho. Él otro, conmocionado. Así era Bilardo.

Al igual que Ruggieri, Bilardo había sido un férreo marcador central. Sus enfrentamientos con Charlton, Rivera o Van Hanegem fueron memorables. Les pegaba, ellos volvían y les volvía a pegar. Aquello le ganó fama de duro y la misma fama ganaron sus equipos cuando comenzó su carrera con entrenador. Una carrera que parecía iba ser de éxito contínuo hasta que llegó a la montaña rusa de la selección argentina.

Si hubo un duro trámite que hubo de pasar Bilardo y del que se libró Menotti es el de la fase de clasificación para el mundial. Al haber sido Argentina el anfitrión del campeonato del setenta y ocho, Menotti había tenido tiempo y paciencia para armar un equipo a su gusto. Bilardo fue más de bandazos; se agarró a Maradona y anduvo haciendo pruebas mientras la agonía se hacía eco de su camino hasta el objetivo. Aquella fase de clasificación masacró su ánimo y casi le deja a las puertas del fracaso. Nadie olvidará el gol de Gareca ante Perú en el último minuto del último partido. Sin aquel gol no hubiese habido leyendas de pierna izquierda. Sin aquel gol, Bilardo sería el primero en la lista del salón de los fracasados.

Pero aquel gol fue el primer eslabón hacia uno de los mundiales más recordados. Y si lo fue es porque Maradona así lo quiso. El mismo Maradona en el que Menotti no había confiado para el mundial patrio y que, cuando lo había hecho, no le hizo sentir sentir protagonista. Todo el mundo tiene un debe y un haber. Y aunque Bilardo hizo caso omiso a las recomendaciones de Menotti en su primera entrevista personal, sí tuvo claro desde el primer día que su equipo iba a crecer en torno a Maradona.

Dicen que cada uno entiende el juego en el banquillo igual que lo entendió en el campo. Ya todos sabemos como fue Bilardo como futbolista, pero ¿Quien fue Menotti? Pues un centrocampista organizador de estilo elegante, no muy veloz, pero con mucho criterio para jugar la pelota. No esperábamos menos.

En la espiral de fama que ganó, agarrada al lema de que el fin justifica los medio, Bilardo se convirtió en uno de los futbolistas más odiados del planeta. Famoso fue su duelo contra George Best en la Copa Intercontinental de 1968. En el partido de ida, le pegó tantas veces como pudo. El irlandés, en lugar de arrugarse, le ofrecía la mano y volvía a encarar. Y Bilardo y Aguirre Suárez volvían a pegar. Y Madero y Medina también. Ya les esperaremos en el partido de vuelta, clamaron los ingleses. Y en el partido de vuelta les pegaron más. Hasta que Best, preso de la frustración, se engachó con Madero y fue expulsado. Misión cumplida. El fin justifica los medios.

Son muchos los que han intentado recrear aquel encuentro en Barcelona entre Menotti y Bilardo cuando este recién había sido nombrado seleccionador. Menotti, con su inseparable cigarro colgando de la comisura de los labios, le aconsejó a su manera: "Debes convocar a Tarantini y diez más. Entre esos diez, sería bueno que estuviesen León y Gatti". "¿Y Trossero?", preguntó el Narigón. "Trossero no tiene nivel para jugar en el seleccionado". Dicho y no hecho. La primera convocatoria de Bilardo no contó con Tarantini, ni con León, ni con Gatti, pero sí contó con Trossero. Después vino la derrota en Valladolid y la rabia de Menotti escupida en una columna de opinión. No han vuelto a mirarse a la cara.

Y eso que les ofrecieron dinero. "Mucho dinero", en palabras de Bilardo. Les ofrecieron una fortuna por sentarles en un plató y poder dar rienda suelta a sus egos delante de toda la Argentina. Pero ambos mantuvieron la coherencia y se negaron al juego del morbo. Se vieron una vez, sí, pero fue en los terrenos de juego; corría el año noventa y seis y Boca se enfrentó a Independiente. Ganó Independiente, cero a uno, pero nadie analizó el resultado como el de dos equipos en problemas. El titular fue que Menotti le había ganado a Bilardo. Un tanto en el haber de los que seguían creyendo que Menotti era el dueño de la piedra filosofal.

Como Gatti nunca había perdonado a Bilardo su ninguneo, no desaprovechó la ocasión de criticarle desde la columna del diario As. Bilardo entrenaba a su querido Estudiantes y Gatti empleó la pluma para decir que los equipos de Bilardo no daban espectáculo. Al siguiente partido, en El Monumental, el narigón apareció en el banquillo con una botella de champagne y dos copas. "Para disfrutar del espectáculo", apuntilló. De nuevo un enemigo desde una columna de opinión. Las palabras le dañaban más que los goles en contra.

Tuvo su penúltimo momento de redención el día que fue nombrado director deportivo de la selección argentina. No había lugar al error y la AFA le entregó al equipo a los héroes del ochenta y seis. Maradona en el banquillo, Bilardo en el despacho. Tanto ego revuelto no podía acabar bien. Al final, el choque de trenes terminó con Bilardo fuera de la selección y con Maradona, como siempre, henchido de poder.

Nada hacía presagiar este enfrentamiento cuando ambos celebraron abrazados la victoria en el mundial de México. Los puristas desmitificaron a Bilardo concediéndole una mínima influencia en el resultado. Para él fue fácil, opinan, solamente tuvo que armar un equipo defensivo y dejar que Maradona hiciese el resto. Si tan decisivo era Diego ¿Por qué Menotti no lo citó para el mundial del setenta y ocho? Bilardo intenta defenderse y dice que si Menotti ganó aquel mundial quizá fue porque tuvo la fortuna de jugarlo en casa.

Sea como fuere, ambos entrenadores son historia viva de fútbol argentino. Y lo son por una razón exclusiva: son los únicos capaces de hacer a su país campeón del mundo. Uno con un juego elaborado y otro con un juego directo. Uno conversando con el futbolista y el otro presionándolo hasta la locura. Uno licenciado en Ciencias Químicas y el otro en Ginecología. Se pueden extraer mil diferencias. Son polos opuestos, sí, pero sus victorias dejan claro una cosa y es que, en fútbol, la victoria no es propiedad privada de ningún estilo en particular.

Resulta curioso que finalmente Maradona terminase teniendo mejor opinión de Menotti que de Bilardo. Al problema que rompió relaciones y que terminó con el narigón fuera de la selección, se le suma el grato recuerdo que el pelusa mantiene del mundial juvenil disputado en Japón en 1979. Dirigidos por el flaco Menotti, un puñado de jóvenes argentinos hicieron el mejor fútbol de sus carreras y fascinaron al mundo en dos semanas de fantasía. Allí descubrió el mundo a Maradona. Allí nació la leyenda de un tipo al que un día llamaron Dios.

El milagro de Bilardo, aparte del mundial de México, se consumó en Colombia. Si es un mito en Estudiantes, no podemos decir lo contrario de su relación con la gente de Deportivo Cali. En 1982, meses antes de ser nombrado seleccionador de la albiceleste, Bilardo condujo al equipo a la primera final de su historia en la Copa Libertadores. Todo un hito.

Cuando la Argentina de Bilardo conquistó el campeonato del mundo de 1986, a Menotti le hicieron la misma pregunta que ya le habían formulado en el setenta y ocho, sólo que en esta ocasión con un sentido inverso motivado por el como "¿Es este el nuevo fútbol?" "No existe un nuevo o un viejo fútbol. Solamente existe el fútbol". Dos mundiales ganados con un estilo diferente. Eso es lo que quería decir. El fútbol es tan grande que no admite conceptos ganadores y sí una pluralidad de estilos.

Para uno, lo importante era atacar. Para el otro, lo importante era la seguridad defensiva. Nunca se pusieron de acuerdo. Bilardo tenía muy claro lo que era jugar bien, para él era ganar. Menotti, más soñador que efectista, sorprendió al mundo cuando declaró que "Estudiantes del ochenta y uno jugaba bien". Resultaba curiosa la afirmación, no tanto por la verdad del contenido, sino porque el míster de aquel equipo era Carlos Salvador Bilardo. Lo que afirma Menotti con aquello es que apreciaba el buen fútbol más allá de las enemistades.

Si hubieron dos discípulos que intentaron aplicar los preceptos de Menotti hasta la saciedad, estos fueron Jorge Valdano y Ángel Cappa. El primero había mamado los conceptos del flaco desde sus primeras convocatorias con la selección argentina y pese a que, posteriormente, terminaría siendo campeón del mundo a las órdenes de Bilardo, nunca entendió el fútbol como un hecho conceptual en el que el "qué" valía más que el "cómo". El segundo, Cappa, defensor aguerrido que hizo carrera en Olimpo, ya había acompañado a Menotti en su aventura en Barcelona. Cuando ambos se unieron, fue para hacer del Real Madrid campeón de liga y si por algo se recuerda aquel equipo es porque jugaba muy bien al fútbol.

La selección que midió a ambos entrenadores fue la Italia campeona del mundo del ochenta y dos. Antes de aquello, lo que sería el germen de una gran selección, se enfrentó a la Argentina de Menotti en el mundial patrio consiguiéndola vencer por un gol a cero, victoria que repetirían cuatro años más tarde en su camino hacia el campeonato mundial. A Bilardo, sin embargo, no se le atragantó la selección italiana y, a pesar de empatar en las dos ocasiones que enfrentaron, aquellos resultados le fueron válidos para avanzar en su camino hacia las dos finales consecutivas. Los puristas del resultado achacaron a Menotti su ineficacia ante equipos con oficio, algo por lo que ensalzaron a Bilardo; contra el músculo, más músculo.

El momento decisivo que dio paso al odio fue la entrevista concedida a Gráfico en el número del día veinte de julio de 1983. En ella, Menotti mostraba su disconformidad con el juego y con las decisiones de Bilardo. Este, que creía contar con el apoyo de su antecesor, se sintió traicionado. Se cruzaron palabras a través de terceros y jamás volvieron a juntarse para dirimir sus desavenencias cara a cara. El problema, con el tiempo, pasó a enquistarse y la enemistad se convirtió en odio mutuo.

Bilardo no había esperado aquella crítica. Él había viajado a Barcelona para sentirse seleccionador en la piel de su precedesor. Él creía en el trabajo y, para ello, creía en la necesidad de sentir empatía. La primera crítica no la perdono, sucesivamente, a medida que ambos se iban lanzando puyas, Bilardo, ante cualquier acecho de palabra ajena, suspiraba y sonreía por dentro; "El Flaco. Siempre El Flaco". Repetía.

Pero en el fondo le encantaba que hablaran de él. El veintiocho de marzo del noventa, Argentina enfrentaba a Escocia en Glasgow. Los partidos previos habían sido tan malos, que la selección estaba a seis minutos de batir la marca de un seleccionado sin anotar un gol. Bilardo se dirigió a sus chicos y les ordenó: "No se les ocurra marcar un gol antes de los seis minutos porque nos quedamos sin record. Nosotros tenemos que estar en todas las conversaciones, en las buenas y en las malas. Después de los seis minutos hagan lo que quieran".

Si a aquella Argentina le faltaba tanto gol era porque el Narigón se negaba a convocar a Ramón Díaz. El Flaco suspiraba por El Pelado, pero ya no se atrevía a reflexionar ni en voz baja. Toda Argentina quería en el mundial de México al tipo que marcaba goles para el campeón de la liga italiana. No hubo manera. Y Argentina ganó el mundial ¿Más reproches? Pidió Bilardo. Con el pecho enchido y la sonrisa satisfecha.

Para ganar el mundial de Italia, Bilardo recurrió a lo civil y a lo criminal. En un durísimo enfrentamiento contra Brasil, el jugador Branco se acercó al banquillo a beber agua en una pausa. El masajista argentino, en un acto de constricción, ofreció su bidón al futbolista brasileño. Parecía extraña tanta generosidad por parte de Bilardo. Y a fé, que lo era. Tal y como declararon años más tarde, aquel bidón contenía un sonnífero que se utilizó para quebrar la intensidad de los futbolistas brasileños. El partido pasó a la historia por las ocasiones malogradas por Brasil y por una fantástica arrancada de Maradona que terminó en el gol de Caniggia. Dios mediante, nadie sabe que pudo haber pasado si los futbolistas brasileños no hubiesen tomado de aquel bidón.

Una vez más, el fin por delante de los medios.

Para aquella época, Menotti ya había sido destituído del Atlético de Madrid. Las ocasiones se perdían en el limbo mientras Bilardo se consolidaba en la cima. El tiempo, juez y parte en los éxitos y las derrotas, terminó poniendo a cada uno en su lugar. "El fútbol es grande", se defendió Menotti. "Tan grande que evitó que Bilardo se dedicase a la medicina".

jueves, 16 de abril de 2015

Abocados a la magia

La optimización de recursos es el trabajo magistral que suelen ejecutar los grandes gestores. Los mejores visionarios han sabido adaptarse a la situación y manejar el equipo humano en base a lo que este le podía aportar, dejando en su segundo plano, lo que él podía aportar al grupo. De esta manera, y priorizando sobre los puntos fuertes, hubo grandes equipos que se formaron en torno a un par de estrellas y nueve cartesianos u otros que, desde un perfil más bajo, supieron mantenerse en la élite gracias al trabajo y una fe capaz de mover montañas.

Tomando como perspectiva el éxito grupal, no existe mejor ejemplo en el fútbol actual que el Atlético del Cholo Simeone. Sin ningún futbolista que destaque sobremanera sobre los demás y con jugadores de notable o notable alto en todas las posiciones, el Atlético ha sabido inventarse como equipo a partir del trabajo y la intensidad. Todos para uno y uno para todos. Once mosqueteros con sable en los dientes que pelean cada centímetro de césped como si en la misión se jugasen la propia vida.

Tomando como ejemplo algún caso menos pasional pero igualmente o más efectivo, podemos hablar del Nápoles de los ochenta, un equipo donde diez jugadores proponían y Maradona disponía. O su gran rival en la década, la Juventus de Trapattoni, donde un grupo de excelentes jugadores tenían claro que debían ocupar un segundo plano para que el francés Platini brillase por encima del resto. Algo semejante a lo que le ocurre al Real Madrid actual; contando con la que posiblemente sea la mejor plantilla de su historia, en muchas ocasiones queda supeditado al brutal rendimiento goleador de Cristiano Ronaldo.

El Barça ha vivido, en su pasado más reciente, épocas de fútbol excelso. Desde que Rijkaard y Ronaldinho resucitaron un cadáver con trazas de hundirse en un pozo sin fondo, el equipo, agarrado a las premisas de la posesión y la presión en campo contrario, ha vivido sus particulares días de vino y rosas con triunfos sonados y recordados porque por una vez no solamente importó el qué sino el cómo.

La decadencia del mejor Barça se precipitó por las decisiones técnicas, por la desgracia y por los años. Nada hacía presagiar la caída cuando Guardiola dijo adiós cansado de su exposición ante la excelencia. Se tenía por cierto que él era el gran artífice del milagro del mejor Barça de la historia, pero el equipo quedaba en manos de su mano derecha. Quedaban, pues, los cimientos y la continuidad del discurso. Nada podía salir mal. Pero salió mal.

Salió mal porque se cruzó la desgracia en forma de enfermedad. Tito Vilanova se vio obligado a dar un paso atrás y el equipo, pese a ganar una liga de cien puntos, empezó a descoserse viéndose desprovisto de un patrón guía. Se reintentó con Martino, pero en el rosarino no creyeron ni sus propios preceptores. Así pues, y con la sensación de que se había tirado un año en el camino a pesar de que el equipo peleó los títulos hasta el mes de mayo, se reintentó una huída mirando hacia atrás y se contrató a Luis Enrique con la esperanza de que el asturiano regresase al cuatro, tres, tres, a la presión alta y al tiki taka fulgurante.

El problema que encontró Luis Enrique es que a los pilares del Barça de Guardiola les alcanzó la edad y las lesiones. El que quizá haya sido el trío de centrocampistas más excelso de la historia del fútbol, ha sufrido las consecuencias del desgaste al que somete la élite y las exigencias. Busquets es esclavo de un pubis que le incapacita para gobernar el juego defensivo, a Iniesta se le ve el cartón en cuanto su limitación física se ha hecho evidente con el paso de los años y Xavi, el jugador que lo cambió todo, es un tipo de treinta y cuatro años que aún brilla como complemento pero al que le falta oxígeno para repetir la excelencia que le convirtió en el dueño de los partidos.

Así pues ¿Qué le queda a Luis Enrique? La pregunta, a bote pronto, parece de perogrullo en cuanto hablamos de uno de los equipos con mayor presupuesto del mundo. Aún así, es necesaria analizado lo anterior y la respuesta es sencilla observando el presente. Le queda la magia.

Teniendo en cuenta sus limitaciones en la creación, Luis Enrique ha convertido el centro del campo en un lugar de tránsito. Ya no se mastican las jugadas a cámara lenta ni se cambia el sentido de la jugada pasando por la rueca de Xavi Hernández. Ahora la fórmula es mucho más sencilla; buscar el desmarque de los de arriba y dejar que estos resuelvan la papeleta.

Entre los de arriba está Neymar; el tipo que se ha acostado en la banda izquierda y vive de latigazos de ingenio. A su falta de continuidad suele responder con alguna diagonal certera o alguna conducción frenética. Vive del desmarque hacia afuera y eso le convierte en indetectable porque al jugar en punta hace trabajar al central y al lateral que guarda la zona. Ha marcado veintiocho goles y ha dado cinco asistencias, lo que significa haber participado en el veinticuatro por ciento de los goles del equipo durante la temporada.

Está Suárez; el añorado goleador al que le costó arrancarse las costuras. Acostumbrado a ser eje principal, hubo de adoptar el papel de secundario en un equipo en el que manda el número diez. Acorralado, en un principio, en un costado izquierdo que limitaba sus aptitudes asesinas, ha ido encontrándose poco a poco hasta convertirse en el futbolista que nos había mostrado en Amsterdam y Liverpool, un hombre voraz que fabrica goles desde la nada. Vive al límite del fuera de juego y tira desmarques por doquier hasta que encuentra la portería de frente. Cuando vive en racha es imparable. Ha marcado dieciocho goles y ha dado trece asistencias, lo que significa haber participado en el veintidós por ciento de los goles del equipo durante la temporada.

Y está Messi.

Messi sigue siendo el mejor jugador del mundo, pese a que todos hayamos percibido un bajón en su rendimiento durante las dos últimas temporadas. El principal problema al que ha tenido que hacer frente Messi es el de tener que reinventarse. Cuando el Barça era una coral de centrocampismo, Messi era un tipo indetectable porque aparecía para aclarar la jugada y desaparecía para buscar el espacio. Ahí, con Xavi e Iniesta por detrás y Pedro como socio en el costado, Messi era una arma de destrucción masiva. El problema es que ese Barça se apagó y a Messi le obligaron a reconstruir su juego. De repente, sin socios por detrás, no encontró el espacio, lo que le obligó a afrontar la jugada, una y otra vez, contra un bosque de piernas. Las lesiones y los problemas personales, hicieron mella en su rendimiento, y aunque su aporte de goles seguía siendo notable, en el mundial se observó la caída del mito al que todo el mundo había prometido encumbrar en lo más alto.

El nacimiento de este nuevo Barça rupturista de ida y vuelta, transiciones rápidas ha obligado a Messi a convertirse en un mediocentro en la banda derecha. Desde allí recibe, casi siempre, sin espacios, y se ve obligado a inventar una jugada con un muro por delante. Además de goleador, se ha convertido en un pasador excelso y milimétricos son sus pases al segundo palo que, generalmente, suele agradecer Neymar. Como, además, es un hombre voraz y sabe jugar al fútbol, suele buscar el desmarque en diagonal para aparecer allí donde todos le esperan salvo los defensas contrarios. Sus cifras siguen dando miedo. Durante esta temporada ha anotado cuarenta y cinco goles y ha repartido veintitrés asistencias, lo que supone una contribución estadística del cuarenta y nueve por ciento total de los goles del equipo. Lean dos veces esta barbaridad para ser conscientes de que la mitad de los goles del Barcelona durante la temporada llevan, directa o indirectamente, el sello de Lio Messi. Como para no tenerle por imprescindible.

Así es este Barça de Luis Enrique. Menos deslumbrante en el aspecto técnico, más demoledor en el aspecto ofensivo. Un arma de doble filo que juega a su favor en los partidos descontrolados y juega en su contra en los partidos de ferreo control. En el último mes le hemos visto resolver un clásico por pegada y dejarse dos puntos en Sevilla por defecto de pausa. La posesion sigue a favor en las estadísticas pero ya no es utilizada como arma destructiva. Antes, los rivales caian por inercia. Ahora caen por contundencia. Es un Barça que depende de la inspiración de su trío de delanteros. Luis Enrique ha sabido optimizar sus recursos dejando atrás principios y rotaciones absurdas. Es equipo abocado a la magia.

martes, 31 de marzo de 2015

Hillsborough

"Ahí dentro está muriendo nuestra gente". El capitán Alan Hansen no podía dar crédito a lo que un joven aficionado le gritaba desesperadamente. Era un partido de semifinales de Copa, el rival era el archienemigo más voraz de la década y el esceneario era un viejo estadio contruido en el barrio industrial de una ciudad mayoritariamente obrera. Ni se daban las condiciones para albergar a una masa como aquella ni quisieron poner coto a la avalancha que se sumergió hacia el desastre en el fondo oeste del vetusto estadio de Hillsborough.

Las medidas adoptadas por el juez Taylor a raíz de aquella tragedia supusieron un punto de inflexión para el fútbol tal y como se había conocido hasta entonces. El fútbol, como espectáculo de masas, jamás había alcanzado el siglo XX. Demasiadas tragedias para tan pocas soluciones. La puerta doce del Monumental, Ibrox Park, Bradford, Heysel y Hillsborough obligaron a tomar medidas contra la tragedia. La muerte se había convertido en algo demasiado común para un espectáculo que pretendía ser una fiesta.

El grito desesperado del aficionado frente a Alan Hansen significó el grito de una multitud que se había visto abocada a la muerte por la incompetencia de las autoridades. Años después, demasiado tiempo para haber dejado sin cicatrizar una herida demasiado latente, el gobierno británico reconoció su responsabilidad en el desastre. Cuando llegó la mano sobre la espalda, en Anfield ya hacía años que los ramos de flores se amontonaban haciendo sonar sobre las conciencias el más desgarrador sonido del silencio. Justice for the 96. Con aquel lema, durante años, los aficionados del Liverpool suplicaron que se reconociera a los muertos con la dignidad que merecían y no como la basura como la que habían sido tratados.

Cada quince de abril el fútbol se paraliza, Anfield mira hacia el cielo y el pasado vuelve en forma de lágrima encendida. Ni la justicia ha podido apagar el dolor. Steve Gerrard, alma del Liverpool durante las dos últimas décadas, perdió a su primo Jon Paul Gilhooley en el desastre. La avalancha humana acabó con cientos de sueños. "Yo juego al fútbol por Jon Paul", llegó a declarar Gerrard. Noventa y seis Jon Paul necesitan que se siga jugando al fútbol por ellos. Olvidar es abocarse a repetir el desastre. Recordar es aprender que la muerte no debe hacerse compañera habitual de un juego que siempre necesitó su parte lúdica para seguir existiendo.

miércoles, 25 de marzo de 2015

El Niño

El proceso vital obliga a dejar huella a todos aquellos a los que han señalado desde pequeños como elegidos para el éxito. A muchos, la responsabilidad les pesa tanto que no son capaces de soportar la losa y terminan derrotados en la cuneta del fracaso, relamiendo la oportunidad perdida y añorando los sueños perdidos. Otros, más voraces consigo mismo y más aptos para la ocasión estelar, conviven con el elogio hasta el día en el que la crítica hace su aparición para aplicar su zarpazo más dañino. Ese es el momento crítico de los que deciden dar el paso o quedarse en el camino de las promesas pendientes de cumplir.

Fernando Torres apareció por vez primera ante los ojos del mundo una mañana fría de diciembre mientras un grupo de alevines se disputaban la gloria en un torneo internacional. El niño pecoso con el número nueve evitaba rivales con el balón cosido al pie y anotaba goles desde cualquier ángulo. No fueron pocos los que se atrevieron a vaticinar el advenimiento de un nuevo Mesías. Era arriesgado. Estar en lo cierto pronosticando el éxito futuro de un niño de once años es tan complicado como jugar a ganador con un boleto cualquiera de lotería. Gustar en una primera impresión puede llegar a ser fácil; basta con ser uno mismo, enseñar las cualidades y contar con la suerte de que todo salga bien. Otra cosa es mantener el nivel y aumentar la exigencia para alcanzar las cotas que los aduladores llegaron a prometerte.

Desde su debut en la élite, Fernando Torres se ha tenido que enfrentar a los dos extremos de la crítica. El peaje que deben pagar los que no generan indiferencia es el de saber convertir en energía positiva el defecto y en tener mano izquierda para manejar los excesos. Las mareas generadas por tipos como Torres son capaces de llevarse por delante cualquier carrera. Los que le admiraron lo hicieron tan exageradamente que nos vendieron un buen Wolkswagen como un Ferrari. Los que le criticaron lo hicieron tan ferozmente, que vieron un seiscientos donde había mucha más carrocería y mucho más motor. Al término medio, ese que, en frío, termina poniendo cada capacidad en su lugar, no se acercó prácticamente nadie.

Torres ha regresado a casa en un punto de no retorno. Los que le afean el curriculum desconocen que sus números son tan buenos como los de cualquier gran delantero histórico. Los que engrosan sus logros desconocen que su humanidad se reduce a apariciones fulgurantes en momentos puntuales. Ni el paquete que nunca aperece, ni la estrella que lo devora todo. Torres sigue siendo el muchacho de ojos vivos que sueña con levantar un título con el club de sus amores. Sigue viviendo de sus virtudes y ahora, con la edad, se le notan aún más los defectos, pero en cada balón que persigue sigue vigente la feroz competitividad de quien sabe que en esta vida nadie le ha regalado nada y que todo lo que ha conseguido le ha costado el doble que a los demás porque sus méritos, a pesar de lo que muchos opinan, no se reducen a un gol en la final de una Eurocopa. El cariño, la fe y el trabajo mueven montañas y a Torres aún le queda un último gol que brindar a su gente.

miércoles, 18 de marzo de 2015

El tipo que dominó la Premier

Dominar un partido es factible. Hace falta ser muy bueno, tener carácter, aptitud y una visión global del juego. Puede resultar factible, también, dominar el juego en una racha positiva; aunque para ello haga falta saberse un líder y agarrarse el arnés del carro a la cintura. Más difícil es dominar un campeonato porque para ello se requiere ser una estrella con mayúsculas. Para dominar toda una Premier League durante todo un siglo, el vocablo de estrella se queda corta y podríamos utilizar, sin reparos, la palabra genio.

Los aficionados del Arsenal no debieron esperar demasiado de aquel chico espigado que se presentaba ante ellos con los ojos encendidos de ilusión. Venía de ganar la liga francesa demasiado pronto y había sido colamdo de elogios demasiado rápido. Campeón del mundo, mejor jugador joven y gran contrato en Italia, como casi todas las grandes estrellas del momento. Pero el sueño italiano quedó en nada y Wenger, como el antiguo maestro que sigue creyendo en su pupilo, reclamó sus goles para un equipo que jugaba muy bonito pero al que le faltaba velocidad.

Lo que vino después forma parte del imaginario colectivo de cualquier aficionado al fútbol. El chico espigado se conviritió en el mejor jugador de la historia del Arsenal y cada partido se convirtió en una pieza de museo. Su condición le permitía recibir en el centro del campo, avanzar, combinar, regatear y marcar. Lo hacía tan fácil que parecía plausible, pero nadie más era capaz de repetir sus hazañas. Mientras Manchester United, Chelsea y Liverpool se confabulaban para derrotar en base a la fuerza grupal, el trabajo, la competitividad y el ánimo, al Arsenal le bastaba con darle la pelota a Thierry Henry. Él se ocupaba de resolverlo todo.

El Arsenal de Henry es el equipo que gana dos Premier y tres FA Cup en plena dictadura fergusionana, el Arsenal de Henry es el equipo que derrota en el Bernabéu al Real Madrid galáctico camino de su primera final de la copa de Euorpa, es el equipo de los goles maravillosos, de las goleadas a los grandes equipos, del juego de memoria, de la velocidad infernal, el campeón de liga invicto, el del gol a Barthez y el taconazo imponente ante el Charlton Athletic. Henry marcó doscientos treinta y siete goles con el Arsenal, pero más allá de las cifras, quedó la sensación de ser el máximo ejecutor del famoso artículo treinta y tres por el que Andrés Montes hizo famoso a Shaquille O'Neal; hago lo que quiero, cuando quiero y donde quiero.

jueves, 26 de febrero de 2015

Un chico del barrio

Su aspecto era el de un mozo de almacén fuerte y aplicado. De hecho, allí fue donde pasó sus últimos días, y eso lo supimos gracias a que un programa de televisión nos lo mostró de cara abierta. La mirada resplandeciente del pasado, los carrillos henchidos y el cuello fuerte, casi inexistente, sobre unos hombros que habían aterrizado un millón de veces sobre la línea de cal. El chico de barrio había regresado a la normalidad después de que la fama, esa injusta calibradora de aspectos, le hubiese situado durante algunos años en los álbumes de cromos de los niños del país.

La infancia de los nostálgicos suele ser bella en los detalles y triste en las realidades. Los más necesitados son aquellos que, normalmente, sueñan más fuerte y terminan conduciendo su pasión hacia el camino del éxito. Wilfred Agbonavbare quiso ser portero, cruzó el mar, vivió el frío y entrenó durante meses sin entender el idioma de los que le exigían el éxito. Pero sus vuelos hablaban por sí solos, su arrojo delataba hambre, su sonrisa de niño terminó por conquistar el corazón de los chicos que acudían cada domingo al estadio de Vallecas.

Mis recuerdos de juventud están salpicados por momentos puntuales. Un gol de Futre en una final de copa, un pisotón de Stoichkov a Urízar, una chilena de Hugo y una parada de Wilfred en el Bernabéu. Momentos que forjan recuerdos imborrables. Un profesor de historia, hincha confeso del Madrid, hubo de aguantarnos durante todo un lunes mientras le citábamos al bueno de Wilfred por los pasillos. Lo bello de los detalles es que perduran por encima de las promesas. Aquel penalti parado por Wilfred a Michel me retrotrae a mis años de instituto, a mis primeras salidas, mis primeros escarceos, mis primeras lágrimas de desamor. La muerte del portero del barrio de Vallecas me entristece porque siento que deja atrás una vida, una etapa que cerró la puerta hace ya unos años pero que aún creía que podía volver a abrir. Y creo que, como Wilfred, muchos de nuestros sueños también se han ido para siempre.

martes, 24 de febrero de 2015

La teoría del caos

La teoría del caos dice que pequeñas variaciones en las condiciones iniciales pueden implicar grandes diferencias en el comportamiento futuro, imposibilitando la predicción a largo plazo. Dicho de modo coloquial, todo suceso imprevisto puede desbaratar cualquier plan preconcebido.

El factor sorpresa, el verso suelto, el rebelde sin causa suele ser el tipo que desbarata planes por la virtud de la desaparición. El futbolista indetectable tiene ganados dos pulsos contra el rival; el primero es el de convencerles en el subconsciente de que no resulta un problema para ellos, el segundo es hacerles ver que sí es un problema una vez a aparecido allí donde no se le espera.

Saúl Ñíguez es un futbolista disperso, indefinido, desautomatizado. Le quedan por aprender muchos conceptos del juego; la presión organizada, el pase en corto, la ocupación de espacios, la estructuración mental. A su favor cuenta el hecho de no creerse un robot obediente, de saberse un héroe de batalla, de considerarse un tipo capaz de romper los esquemas.

Su fútbol es más parecido a la teoría del caos que al orden preestablecido. Desde un lugar indefinido del centro del campo aparece para tocar y desaparece misteriosamente; en su siguiente aparición, cual fénix resplandeciente, asoma en el balcón del área para conectar un cabezazo imponente, un chut imparable o un remate imprudente. Celebra júbilo, disputa con pasión, juega como un niño de barrio. En la ley del más fuerte, donde la jungla de piernas se convierte en un bosque de minas, Saúl, ejemplo del británico "box to box", se desenvuelve como un león hambriento. Porque lo suyo es devorar espacios, masticar rechaces. Generar el caos.

jueves, 12 de febrero de 2015

El circo

Desde que la información objetiva derivó en opinión subjetiva, desde que la bufanda se impuso al criterio, desde que los índices de audiencia se convirtieron en el mantra sobre el que derivar la programación, desde que la oferta, en su pobre búsqueda de la mediatización, se acopló a una demanda mal relativizada, desde que la acción se centró en lo banal por encima de lo transcendental, el periodismo deportivo pasó de convertirse en un foro de retroalimentación, para convertirse en un circo de transgresión.

Uno puede mirar a los ojos de un buen periodista y encontrar el orgullo herido por la vergüenza ajena en la mirada. Yo, que conozco a un periodista cabal, de los que gustan de informar con objetividad y opinar con la cabeza aunque su corazón rezume las lágrimas de una derrota, no puedo sino sentirme afín a su causa y sentarme al colchón de su consuelo. El desafecto, ese puñal de crédula incredulidad que arrojan los ventajistas y forofos, está convirtiendo al periodismo deportivo en la cloaca de los medios de comunicación. Cuando decidieron bajarse al barro sin preguntar perdieron cualquier atisbo de inocencia. Los culpables, señalados con el dedo de los cuerdos, ríen, gozan y perpetran desde el trono del poder. Mientras que los inocentes, mientras reman contracorriente en pos de un periodismo de calidad, han de morderse las uñas y tragar polvo con el fin de publicar calidad. "Importan las visitas, los pinchazos, las audiencias", dicen algunos. Y otros, que ven en lo banal lo secundario, siguen bajando la mirada y apretando los dientes. El circo tiene muchos payasos, muchas fieras y mujeres barbudas con panza y bufanda. Pero el circo necesita trapecistas que arriesguen, domadores que aplomen y, sobre todo, artistas que conviertan la verdad en el único camino hacia lo correcto.

jueves, 5 de febrero de 2015

Derby della Madonnina

Herbert Kilpin fue un pionero que amaba el fútbol y que, por motivos laborales, hubo de abandonar Gran Bretaña para establecerse en Turín. Corría el año 1891 y aquel loco deporte que los británicos se habían empeñado en exportar al extranjero, comenzaba a causar filias, afectos y pasiones. Kilpin se enroló en las filas del Internacional de Turín y, poco a poco, fue ganando adeptos a su causa. Fue un buen equipo, pionero en muchos aspectos y germen de los grandes equipos que, en el futuro, reinarían en la capital del Piamonte.

Cuando, en 1898 fue obligado a trasladarse a Milán, quedó tan impresionado por la voluminosidad de la ciudad como con el hecho de que allí no existiese ningún equipo de fútbol de aparente envergadura. Empeñado en seguir escribiendo la historia de las grandes ciudades del norte de Italia, convenció a un grupo de paisanos para fundar el Milan Cricket a Football Club. Se trataba de un club deportivo que, en principio, tuvo equipos tanto de fútbol, como de cricket. De esta forma se lograba contentar al grupo de accionistas que receleban de aquel nuevo deporte que se jugaba con los pies y a los que, como buenos aristrócatas, consideraban el cricket como el verdadero juego de la clase alta.

Fueron años difíciles, en los que el equipo de Milan hubo de hacerse un nombre, primero en la Lombardía y, más tarde, en el resto de Italia. La historia fue relativamente feliz hasta que, en 1907, los jugadores italianos, que ya eran mayoría en el club, se negaron a que futbolistas no nacidos en Italia vistiesen la camiseta del equipo de fútbol. Fue entonces cuando los británicos que habían pertenecido al Milan Cricket and Football Club, decidieron abandonar el proyecto y fundar el Internazionale de Milano, haciendo referencia al carácter internacional que adquiría el club al aprobar, en sus estamentos fundacionales, que allí sí podían jugar futbolistas extranjeros.

El Internazionale se convirtió, en aquel momento, en el equipo fetiche de la clase burguesa de la ciudad, compuesta, en su mayoría, por industriales británicos que habían viajado por Europa para expandir las modernidades de la revolución industrial que había transformado por completo al imperio británico. De aquella excisión nació un equipo poderoso que se fue cuajando, poco a poco, como un equipo férreo y, generalmente, ganador. No tuvo una afición especialmente ruidosa hasta que, en los años sesenta, arribó al club un tipo bajito y ceñudo de origen argentino. Aquel hombre, que cambió para siempre la historia del club, se llamba Helenio Herrera e hizo condición indispensable que, antes y durante un partido de fútbol, la grada se volcase con pasión en pos de conducir a su equipo hacia la victoria. Los "chicos" a los que tanto aludía Herrera, se convirtieron en los "boys" interistas que, a día, de hoy, siguen haciendo ruido en una de las curvas del estadio de San Siro.

El estadio, bautizado de manera oficial, como Giuseppe Meazza, en honor al hombre que más gloria dio al fútbol italiano, ha vivido, desde su inauguración, en 1926, los mejores éxitos de los equipos de la ciudad, compartido por ambos desde 1947. Los cimientos del viejo San Siro, aún tiemblan con el cántico milanista del invencible equipo de Capello, pues fue el mismo quien estableció el record de partidos sin perder en la Serie A italiana, establecido en 1993 con 58 partidos consecutivos sin conocer la derrota. Lo que supone una liga y media. Dato que da una expresión loable del poder que alcanzó el equipo dirigido por el general de San Canzian d'Isonzo.

Aquel equipo heredó la perfección táctica de uno de los equipo más revolucionarios del siglo XX. El Milan de Sacchi, que ganó menos, pero lo hizo más bonito, cimentó las bases de la roca de Capello. La segunda gran revolución milanista llegó años después, en mitad de una zozobra, y cuando el excentrocampista Ancelotti confió en un joven enclenque para darle la dirección del equipo. Andrea Pirlo, fichado como promesa arrebatadora del Brescia, naufragó estrepitosamente en el Inter de Milán. Sin embargo, en el rival ciudadano, se convirtió en uno de los jugadores más importantes de la historia del fútbol italiano. Y lo hizo formando dupla con Clarence Seedorf, otro hombre que llegó rebotado del Inter tras intentar encontrar un lugar en el mundo. Nada debió doler más a los interistas que ver como su vecino levantaba copas de Europa comandado por dos centrocampistas que no habían sabido jugar a nada en sus filas. Debía ser el sino de un equipo castigado por los proyectos frustrados y las malas planificaciones. Durante décadas, el Inter se convirtió en el equipo maldito del fútbol italiano. Y mientras ellos perdían sin remedio, su gran rival ganaba y ganaba hasta dar la vuelta a la tortilla y remontar la estadística individual. A día de hoy se han jugado doscientos noventa y cuatro derbis con ciento diez victorias del Milan por ciento seis del Inter. Igualdad casi absoluta para un enfrentamiento a cara de perro que se inició el día que los italianos renunciaron a cualquier jugador foráneo en el equipo de la ciudad. Justo el día en el que ambos equipos comenzaron a odiarse de manera enconada.

Los primeros conatos de enemistad surgieron con la inicial superioridad del Inter. El futbolista italiano de principios de siglo tenía brío e ilusión, pero aún no entendía el juego como los visionarios británicos. Las estrellas del Inter se paseaban por el césped y ganaban títulos como quien predica palabras divinas. El cero a cinco de 1910 escoció tanto a los seguidores del Milan que hubieron de decidir qué camino seguir para conseguir competir contra el vecino fuerte. Con el paso de los años las tornas se igualaron y se vivió una época de esplendor en la que ambos lograron conquistar el continente. Fueron los años gloriosos de Nereo Rocco como entrenador del Milan y Helenio Herrera como entrenador del Inter. Cada uno, a su manera, se apropió del catenaccio como manera de vivir la vida. Equipos especuladores que no regalaban un metro y ganaban partidos en lo táctico y en lo físico. Desde entones, Milán se convirtió en la única ciudad europea capaz de albergar un derbi con dos campeones de Europa.

Semejante caché ha provocado que en ambas escuadras hayan jugado muchos de los que, hasta hoy, han sido los mejores futbolistas del mundo. Si hablamos de la propia Italia, ambos han contado con los dos máximos fantasistas de la historia del país. El gran Giusseppe Meazza cruzó la acera después de anotar cientos de goles con la camiseta del Inter, y más recientemente, aunque con menor fortuna, el inolvidable Roberto Baggio siguió el camino inverso antes de marcharse a Brescia para impartir magisterio sin la presión agobiante de quien devora estrellas a ritmo celestial.

Otro genio incomprendido que vistió ambas camisetas fue el díscolo Mario Balotelli. De corazón milanista fichó por la cantera del Inter para subir como la espuma hasta el primer equipo. Aquella fotografía clandestina con la camiseta del Milan cuando aún era juador neroazurro, marcó su destino como futbolista. De entonces ahora todo han sido idas, venidas y anécdotas extradeportivas. Un juguete roto que desvaría sobre el césped a pesar de tener todas las cualidades para haber escrito una historia.

La historia que no hizo Balotelli en el Inter la escribió, con letras mayúsculas, el gran Sandro Mazzola. Recordado a día de hoy como el, posiblemente, mejor futbolista de la historia del club, creció con la añoranza de un padre que se marchó para siempre en plena plenitud. Aquella expedición del Torino que se estrelló sobre la capilla de Superga, se llevó decenas de vidas y el recuerdo de un equipo imborrable capiteneado por el gran Valentino Mazzola. Su hijo, criado al amparo de un recuerdo inmortal, se hizo futbolista de los buenos. Escribió, con goles y pasión, las páginas más brillantes de la historia del Inter de Milán. Eran los años sesenta y los dos equipos de la ciudad se repartían copas de Europa como quien reparte papeles en la puerta del metro. Una rivalidad sin límites que se estableció en el tiempo y que se cargó de glamour cuando, expirando la década de los ochenta, ambos equipos contaban con los mejores futbolistas de Europa. Los alemanes Brehme, Matthaus y Klinsmann daban brillo al Inter, mientras que los holandeses Rijkaard, Gullit y Van Basten daban esplendor al Milan.

En el plano de las estadísticas goleadoras, en los enfrentamientos entre ellos en partido oficial, el Milan ha anotado cuatrocientos treinta y nueve goles, mientras que el Inter ha perforado la portería de su rival en cuatrocientas seis ocasiones. De entre todos ellos, los catorce anotador por Schevchenko, están establecidos como el mayor registro goleador individual en el derbi de la ciudad de Milán. En cuanto a títulos, el Milan también está por delante de su vecino, al haber levantado cuarenta y siete copas por las treinta y nueve del Inter.

Tras la excisión, en 1908, se creó la Associazione Calcio Milan, escrita en castellano sin acento y pronunciada como palabra llana en referencia a la manera de citar la ciudad que tenían los ingleses. Desde entonces, ambos equipos se han enfrentado en doscientos once partidos oficiales con setenta y seis victorias del Inter, setenta y tres victorias del Milan y sesenta y dos empates.

Tan mediática es la rivalidad que ha solido trascender hacia otros acontecimientos futbolísticos aunque no sea ninguno de los dos equipos los que ponen algo en juego. En este aspecto, ha sido en los mundiales donde más se ha puesto el ojo en el equipo vecino y en función de los resultados se iba aclamando o defenestrando a unos u otros jugadores. Sirvan de ejemplo los mundiales de 1970 y 1990 como paradigmas de una rivalidad que ha resaltado titulares más allá de los enfrentamientos directos.

En 1970, con una selección italiana fogosa y plagada de calidad, el debate se estableció en la calle una vez que Sandro Mazzola obtuvo la titularidad por delante de Gianni Rivera. Sobra decir qué significaba Rivera para los seguidores del Milan, aunque quizá la palabra Dios resumiese gran parte de ese sentimiento. Ha medida que transcurría el torneo y el rendimiento de Mazzola y Rivera se establecía en altibajos que alternaban los altos de uno con los bajos del otro, toda Italia se echaba a la calle para dirimir un fiero debate en el que se debía establecer quién de los dos debería jugar como punta de lanza en el mediocampo de la selección. Sin llegar a poner sobre la mesa que quizá la mejor solución era que jugasen ambos juntos, se creó un cisma alrededor de su incompatibilidad y la irresolución llegó al propio equipo quien, pese a llegar a la final y eliminar a Alemania en una de las semifinales más agónicas de la historia del fútbol, nunca encontró un claro patrón sobre el que autodefinirse. Con Mazzola, más control. Con Rivera más vértigo ¿Y aquella Italia qué era? Los partidos a cara o cruz establecieron la definición como un equipo al que gustaba jugar al límite de la muerte. Imposible decidir así quien de los dos genios era el merecedor de un puesto en el once titular.

En 1990 el debate se extrapolizó hacia dos selecciones foráneas. Mientras Italia iba pasando rondas gracias a la racha inverosímil de Toto Schillachi, las selecciones de Holanda y Alemania se cruzaron en octavos de final. Aquellos años, los que habían significado el apogeo del segundo gran Milan de la historia, habían mediatizado a los holandeses rossoneros como los tres mejores futbolistas del planeta, Maradona aparte. Aquel decreto no escrito debió escocer demasiado a los grandes alemanes del Inter, relegados, hasta aquel día, a un papel secundario. El partido fue feo, áspero y violento. Ganó Alemania y durante unos días, lo que duró aquel sueño que les condujo hacia el campeonato, Mathaus, Brehme y Klinsmann pudieron olvidar que en el lugar donde se gana el pan a diario habían sido unos segundones y que, en el mejor momento de sus carreras, se habían coronado como los reyes del mundo. Así debieron sentirse los seguidores del Inter mientras observaban como su ídolo levantaba la copa de campeón del mundo mientras las estrellas del equipo rival hacía un par de semanas que tomaban el sol en la playa sin ningún objetivo a la vista.

Fue un mundial, el celebrado en el noventa, disputado en tierras italianas, en plena época de esplendor del Milan de Sacchi. El pionero entrenador de Fusignano había pretendido revolucionar el fútbol exagerando las premisas de antecesores como Menotti o Michels y, para ello, contaba con un excelente ramillete de futbolistas prestos a convertirse en soldados en defensa y artistas en ataque. No era descabellado, por ello, considerar a aquella selección anfitriona como una de las grandes favoritas al título. Pese a lo lujoso del plantel, el equipo no funcionó como una máquina sino que anduvo a aldabonazos sujetándose en arrancadas de Roberto Baggio y goles de Schillachi, dos jugadores de la Juventus de Turín, a su vez, gran rival de los dos contendientes milanistas. El debate se abrió sobre el rendimiento de tipos de alta fiabilidad como Baresi, Ancelotti, Donadoni o el aún imberbe Maldini. A pesar del perfil alto de los soldaditos de Sacchi, tipos de perfil más bajo como Zenga, Bergomi, Ferri o Serena, funcionaron mucho mejor en el campeonato que los excelsos futbolistas del Milan. Aquello hizo rebullir, una vez más, el eterno debate sobre si era más conveniente competir con guerreros o hacerlo con pianistas, como si estos no supieran hacer aquello o viceversa. Los vicios enquistados en la palabra callejera de quienes viven el fútbol como una manera de ser.

Si de maneras de ser hablamos, podemos decir que, durante lás últimas décadas, los equipos se han parecido mucho a quienes han ostentado el poder de dirigirlos. El Milan, lujoso y excéntrico como Berlusconi, el Inter, académico y aburrido como Moratti. Dos maneras de ver la vida; un puente quebrado entre ambas instituciones y siempre el fútbol por encima de las aguas turbulentas. Cuando más negro pintaba el panorama para el Inter, la fortuna, en forma de justicia, llamó a su puerta. El título del año 2007 significaba un portazo con el pasado y un guiño hacia el futuro. Fue al año de las diecisietes victorias consecutivas, el año que barrió a su vecino en dos derbis, el año que pudo ver al que otrora fue su gran ídolo, Ronaldo, arrastrando sus últimos coletazos con la camiseta de un Milan cada vez más apagado.

Aquel equipo ganador fue heredado con Mourinho con una clara misión a corto plazo: volver a conquistar europa. Con los cimientos del equipo forjado en torno a la figura insaciable de Zlatan Ibrahimovic, el portugués, que venía de impartir cátedra en Londres, con todos sus prejuicios y perjuicios, aterrizó en Milán, forjó un equipo rocoso, compitió como en los años sesenta y conquistó la tercera copa de Europa del club una tarde de mayo en Madrid, ciudad a la que viajaría para quedarse y para dejar al Inter sin un patrono con el que seguir conduciendo el barco hacia buen puerto. Desde entonces, una vez más, la deriva. Y junto a la deriva de ambos, la deriva de todo el fútbol italiano, antaño adalid del esplendor y el lujo y hoy en el pozo sin fondo de un deporte que viaja en el tiempo hacia el lugar donde aflora el dinero.

Del esplendor de los años ochenta y noventa nos queda el imborrable recuerdo del Milan que conquistó Europa con dos estilos. Uno, académico y sorprendente, y otro, sobrio y eficaz. Sacchi y Capello, aunque diferentes en el concepto, coincidieron en el estilo en cuanto a dotar al equipo de espíritu defensivo y dejar que, en ataque, los magos cumpliesen con su función. Aquellas finales ante Steaua y Barcelona dejaron dos cuatro a ceros y la sensación de que, cuando la máquina se ponía en marcha, no había un sólo resquicio sobre el que provocar una mínima avería.

Aquel había sido el propósito inicial de Alfred Edwards, socio fundador y primer presidente electo del Milan Cricket and Football Club, cuando secundó la idea de fundar un club deportivo; conseguir que, algún día, aquel equipo se convirtiese en el mejor del mundo. Y a ciencia cierta que lo fue. Y lo fue con creces. Lo fue con Sacchi, lo fue con Capello y lo fue con Ancelotti, en una última etapa de esplendor que abarcó la primera década del siglo XXI y en cuyo auge llegó aquel cero a seis en San Siro el día que Schevchenko y Serginho destrozaron al lujoso transatlántico capitaneado por Vieri y Recoba. De la épica, la mofa y el recuerdo de aquellos grandes partidos han nacido los grandes tifos que, a menudo, han inundado las gradas del Giuseppe Meazza dando un color especial a este duelo de titanes.

Hoy, aferrado a la agonía de un recuerdo, el Milan se debate entre la vida y la muerte dirigido por quien, un día, fue el exitoso goleador que rompió al Liverpool en la revancha de Atenas en 2007. Inzaghi, quien en el área vivió de la intuición y la oportunidad, no está siendo capaz de llevar el barco al puerto de lujo que ocupó en años pasados. El problema, más allá del banquillo, está en un césped plagado de jugadores de segunda fila. Allá donde, hasta no hace demasiado tiempo, hubo estrellas, hoy hay estrellados y tipos que buscan fortuna con una camiseta que les queda grande. Es el ejemplo más palpable de que el esplendor italiano, en cuanto ha fútbol, ha caído a un pozo donde el fondo, por desgracia, se ve cada vez más y más lejos.

Uno de los últimos ídolos que aclamó y odió la Fossa dei Leoni, conocida curva donde se asentan los radicales interistas, fue Zlatan Ibrahimovic. Durante tres temporadas impartió magisterio con la camiseta del Inter después de llegar rebotado de una Juventus que había sido descendida a segunda de manera disciplinaria. Aquel genio de piernas largas y cabeza loca abandonó Milan para ganar la Copa de Europa y se dio de bruces con el fracaso al comprobar como su ex equipo levantaba la orejona después de eliminar al equipo por el que había fichado. Harto de consejos, desplantes y sueños rotos, se marchó de nuevo rumbo a Milán para vestir la camiseta del equipo vecino. Mientras unos se remozaban por el refuerzo, los otros, que comenzaban, una vez más, a convertirse en una caricatura de sí mismos, mascullaban el dolor con el puño apretado y la lágrima candente.

En casos así, uno no puede evitar rememorar a Facchetti y Zanetti. O a Baresi y Maldini. Dos exponentes del One Club Man que vistieron sus respectivas camisetas durante dos décadas y que nunca pusieron el oído en dirección a los cantos de sirena. Tipos comprometidos, eficaces y leales que ganaron el corazón de una hinchada y el respeto de mil aficiones. Cruces a cara de perro y abrazos tras el partido; deporte y corazón. De los verdaderos ídolos llegan, generalmente, los verdaderos gestos.

En 1918, una vez el Milan se hubo recompuesto de la excisión que, por propia voluntad, le había debilitado, humilló a su gran rival ganándole por ocho goles a uno en el resultado que, hasta el día de hoy, es el más abultado en un enfrentamiento entre ambos. Pronto se enconó una rivalidad que, a base de resultados abultados por un lado y el otro, terminó por convertirse en mediáticamente mundial. En honor a la figura de la Virgen María que preside el Duomo de la Catedral de Milán, el enfrentamiento entre ambos equipos se bautizó como derbi de la Madoninna.

Resulta difícil dirimir cual de los dos equipos ha obtenido más grandeza desde aquellos primeros partidos recién nacido el siglo XX. Si hablamos de poder continental, el Milan es, por derecho, el equipo más poderoso de Italia, al haber conquistado siete Copas de Europa por las tres obtenidas por su rival ciudadano. Un Inter que, aun habiendo sido el último equipo italiano en conquistar la Champions, vivió sus mejores tiempos en los años sesenta una vez un ávido empresario llamado Angelo Moratti adquirió el club con el fin de situarlo en la cima del fútbol mundial. Fueron años de esplendor los que siguieron a aquellas contrataciones de tipos como Helenio Herrera, Luis Suárez, Peiró y Jair. Aquellos foráneos, junto a un grupo de excelentes jugadores italianos comandados por los inmortales Facchetti y Mazzola, pusieron patas arriba el concepto clásico del fútbol y ganaron de una manera diferente. Quizá no tan bella, pero sí más eficaz. Más pasional.

Nada que ver con tipos más modernos que han vestido la camiseta de ambos equipos y que no han dejado ningún buen recuerdo en el halo de romanticismo que envolvió a ambos clubes una vez forjaron sus leyendas y se decidieron a mirar atrás para hacer saber a la gente que cualquier tiempo pasado siempre fue mejor.  Hubo tipos como Mutari o Cassano, cuya experiencia en el rival vecino, tras haber vestido la camiseta propia, no causó el mínimo dolor en alguna de las aficiones, pero si hubo un tipo que cambió el fútbol italiano y se convirtió en objeto arrojadizo por parte de la crítica y la afición ante el mal ojo del Inter de Milan, este fue el de Pirlo.

Pirlo fue un joven valor fichado por el Inter al Brescia para dar fuste a su centro del campo. Tanto y tan bien se habló del jovencito, que toda la responsabilidad del equipo cayó sobre sus espaldas. Dieciocho años y apenas un puñado de partidos en la Serie A. Le situaron por detrás del delantero y le pidieron gol, asistencia, regate y efectividad máxima. Eso en un equipo que hacía décadas que había perdido toda identidad. No resultó extraño que el chico se deprimiese y el Inter terminase vendiéndolo al mejor postor. Este no fue otro que el Milan. Ancelotti, recién nombrado entrenador, supo ver en el chico el tipo que necesitaba para engranar un equipo que aspiraba a ganarlo todo. Y lo ganó todo. Lo ganó todo con Pirlo en el eje del centro del campo, con un fútbol sublime por momentos y con un futbolista que se convertía en referencia del fútbol italiano. Aquel Pirlo por el que los aficionados del Inter no hacían más que comerse los dedos, fue el motor de la Italia campeona del mundo en 2006, al tiempo que fue la brújula que condujo al Milan a una nueva época de esplendor.

Dolor interista el del ver como su rival se iba haciendo con entorchados europeos mientras ellos no pasaban de acomodarse en la zona noble de la Serie A. Nada que ver con aquellos felices sesenta en el que ambos se equipos se tosían mutuamente y se repartían entorchados. Una época en la que Mazzola era el cañón del Inter y Rivera era el bambio de oro de Italia. Esplendor en la hierba.

Los orígenes del Inter se retrotaen a la fusión del Internazionale con la Union Sportiva Milanesa. Aquella fusión, tras la escisión del Milan Cricket and Football Club, tuvo como consecuencia el nacimiento del Ambrosiana Inter, equipo que, según decían, era el preferido del fascio de la ciudad. Aquello no hacía sino arraigar aún más la creencia de que, desde la escisión de ambos equipos, el Milan se había convertido en el equipo de la clase trabajadora, más aferrada a la tierra, y el Inter en el de la Burguesía, más dispuesta a la evolución.

Las anécdotas, política aparte, nunca han sido ajenas al derbi de la Madoninna. Cassano, peculiar personaje donde los haya, no ha sido el único jugador presto a los shows circenses que ha vestido la camiseta de alguno de los dos clubes. En enero de 2010 y después de que el Inter derrotase al Milan por dos goles a cero, el polémico defensa Marco Materazzi se enmascaró con una careta de Silvio Berlusconi poniendo patas arriba, San Siro primero, y toda Italia después. Aquella burla al presidente de la nación, anteriormente presidente del Milan, signficaba una burla a toda la institución. No dejaron de llover críticas y hasta el propio Materazzi hubo de salir a la palestra para pedir un perdón que nunca se sabrá si realmente sentía.

En el crepúsculo de los dioses de los años setenta, una vez que los años dorados habían dado tiempo a la modernidad del fútbol anglosajón, el Inter tuvo un precedente de burla más demoledor que el de Materazzi, y fue en forma de resultado. En el derbi disputado en 1974, el uno a cinco supuso un motivo de vergüenza para un equipo que iba cuesta abajo y que, pocos años después, para regocijo de la parte neroazurra de la ciudad, fue descendido a la Serie B por su implicación en una red de amaños y apuestas ilegales. Aquello fue una puerta para el crecimiento del Inter que nunca llegó a aprovechar. A pesar de verse en superioridad de categoría sobre su rival, el equipo neroazzurro no ganó el Scudetto hasta 1989 tras haberlo hecho previamente en 1980. Y cuando lo hizo, el Milan ya era el gran equipo que hoy, los de mi generación, recordamos con añoranza.

Como con añoranza deben rememorar los más viejos del lugar aquel espectacular seis a cuatro de 1969 el año en el que el Milan, después de llevarse el duelo, levantó su segunda Copa de Europa en una final sin rival tras una mágica noche de Pierino Prati. O mucho más allá en el tiempo, aquellos primeros derbis en color sepia en la que las imágenes rememoran una Ambrosiana Inter muy superior a todos los rivales con los que se iba cruzando, Milan incluido.

El Inferno Rossonero, curva bautizada en San Siro por los radicales del Milan, aún relame heridas de guerra. No han sido pocos los tifos que han inundado los fondos del estadio, ni pocas las pancartas alusivas que han invadido las tribunas del viejo estadio milanés. Esta guerra de gradas se ha contagiado en el campo cada vez que ambos equipos han pisado el césped y se han lanzado a un enfrentamiento furibundo. En juego, más que un resultado, está el orgullo de media parte de la ciudad y eso, lo entiendan o no los contendientes, no se paga con dinero.

En 1949 el Milan le ganó al Inter por seis a cinco en el derbi con más goles hasta la fecha. La postguerra había generado hombres duros, soñadores de una nueva patria e idealistas de un nuevo fútbol. Todas las épocas de esplendor implosionaron en el recuerdo de los aficionados en el último enfrentamiento, hasta la fecha, de ambos equipos. Fue el pasado día veintitrés de noviembre y el uno a uno final fue el fiel reflejo del pobre espectáculo vivido en el césped. Las horas bajas se han apoderado del juego de dos equipos melacólicos, presos de su pasado y sin visos de mejorar a medio plazo. No hace mucho ambos equipos eran dueños de Europa. Los interistas dicen que sin la mano de Berlusconi y su influencia gubernamental, el Milan no hubiese sido la mitad de lo que fue en las últimas décadas. Los milanistas sonríen, sin la influencia judicial, sin Calciopoli, el Inter no hubiese logrado ni la mitad de la mitad de lo que logró durante la última década. Reproches, recuerdos y fútbol. En eso suele basarse una rivalidad. Herbert Kilpin quizo hacer de Milán la ciudad referencia del fútbol mundial. Y, aún no saliendo el plan como lo hubo diseñado, lo logró. Aquel Milan and Football Club fue el origen de un imperio. El imperio de Milán sigue en pie. Dos equipos, tres colores y cien maneras distintas de vivir el fútbol.